ERÓTICOS y AFINES


En este blog encontrarán una guarida, que es mía, y de todos. Un lugar donde se refugian la escritura -particularmente la erótica- y aquellas palabras que resurgen, resuenan, y se encadenan hacia otros rumbos.

“Un escritor tiene que saber mentir”

Emilio Rodrigué

15 de julio de 2011

PRINCIPIOS

I

La mujer estaba recostada en el árbol, sostenía la espalda derecha, los pechos erectos. Por un momento Dios estuvo tentado de albergar esos pezones en sus manos, deslizar los dedos por las areolas, succionarlos, lento, aprisionar esos dos pichones contra su esternón. Sólo se detuvo a observarla con admiración, después, acercó sus labios carnosos al oído para susurrarle:
-Escribe un árbol, planta un hijo y ten un libro.
Así se fundó el universo.

II
La mujer, se desnudó;  las piernas abiertas ofrecían los húmedos labios. Él la observó sin prisa y se acostó junto a ella, logró oler el perfume que manaba del cuerpo.
Ella lo creyó dormido y mientras contemplaba esa belleza que sólo viene del alma, se acariciaba los senos con manos rápidas y graciosas.
Él la espiaba con ojos entrecerrados: nunca había visto una criatura igual y  en un impulso irrefrenable se apareó con ella.
Comenzaron a sucederse los hijos, también los problemas. A menudo cuando él llegaba del bosque no quería agitarse contra su cuerpo y otras veces decía que le dolía la cabeza, así que un día cansada de tantas excusas decidió echarlo de la choza.
Él se vengó tirándole  una manzana por la cabeza. Lleno de rencor inventó la historia de la serpiente y de cómo él había obedecido a la mujer, que salida de su costilla lo había traicionado. No alcanzándole con esto, decidió escribir la historia de su vida.
 Así nació La Biblia.

III
Mansa, dulce,  el agua le corría por el cuerpo. Se metía, se deslizaba por las curvas, las montañas, los cráteres de la mujer, caía en cascada por la cabellera, se depositaba entre sus brillantes nalgas como un tul lleno de estrellas. La gruesa arena, resistía entre las piernas ser devorada por la saliva del mar, deseoso de ese cuerpo caliente por el sol, desnudo por completo en ese juego ajeno y solitario.
Él la descubrió uno de esos días en que las recorridas se volvían insípidas, sin riesgo. Se ocultó tras unos árboles y comenzó a observarla. Desde las sombras se volvió, agua, arena, mano, recorrió cada rincón de la mujer distante. El ritual se prolongó por mucho tiempo: ella llegaba puntual a la orilla, él se ocultaba entre la maleza salvaje.
Así la encontró aquella vez, tendida, abrazada por la arena, dejándose lamer por aquel hombre: boca de sal dedicada a recorrerla, lengua que hurgó  dentro del pubis, y se ahogó entre tetas y nalgas. Vio a la mujer cabalgar, succionar el néctar del amor entre las piernas del otro,  mientras sus cuerpos se agitaban en rítmica danza. De las bocas emergió impostergable el aullido que resonó en todo el lugar, inundándolo. De esperma se llenó el mar, y la montaña, el sol, la luna, la noche, el día. El bosque se cubrió de finas gotas que descendían - lentas,  como llanto- de entre las piernas de la mujer, y se posaron sobre la mano del hombre tras los árboles. Él saltó del escondrijo y corrió, tomó al hombre por el cuello y le destrozó el cráneo contra una roca. Sobre la sangre tiró a la mujer y por la fuerza la penetró. Ella no gritaba, de su boca no salía un sólo gemido, una sola queja. Cansado de intentarlo la dejó sobre el cadáver y se alejó por la orilla con aquel aullido retumbándole como golpes de martillo en la cabeza.
Así el hombre tuvo celos y deseó lo que no le pertenecía.

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