ERÓTICOS y AFINES


En este blog encontrarán una guarida, que es mía, y de todos. Un lugar donde se refugian la escritura -particularmente la erótica- y aquellas palabras que resurgen, resuenan, y se encadenan hacia otros rumbos.

“Un escritor tiene que saber mentir”

Emilio Rodrigué

27 de julio de 2011

LA ESENCIA DE LAS ALMAS



En aquellos años muchos de mis conocidos fueron arrestados,  otros decidieron emigrar hacia países lejanos, de cuyos nombres era mejor no enterarse, sobre todo para estar a salvo. Nunca se sabía cuándo podían golpear a nuestra puerta en busca de información, fueras pariente o vecino. Me acuerdo bien que a Marita la fueron a buscar porque otro del barrio que no sabía nada "cantó" que "El Negro" -requerido número cinco millones quinientos mil- le había comentado, a la edad de ocho años, que gustaba de ella. La pobrecita pasó cinco años detenida. Creyeron que negaba todo paradero y lo encubría por ser su amante. Mientras, "El Negro" -el de mi barrio- traficaba droga y luchaba contra el comunismo de Castro desde Miami -como Dios manda-.
Ese año conocí a Quique. Él era un "activista" como dicen los norteamericanos, así que compartimos muchos discursos en torno a la esencia del Hombre, la libertad y la utopía. Era lo más aproximado al Ché Guevara, ¿qué más podía pedir sino pan y café con leche? -la cebolla me da acidez estomacal- y así fue.
Probamos suertes y formas varias de sobrevivir sin caer en la boca del cerdo burgués. Tuvimos taller artesanal cooperativo e independiente, y nos fuimos a vivir a una gran casa compartida con otros diez extraños y desconocidos seres.
Durante un buen tiempo dormimos e hicimos el amor -o mejor dicho hicimos el amor y a veces dormimos- en una monocama. Entonces llegó Pipo, -un amigo de alguien- que vino en forma transitoria, y como ya no había lugar ni el altillo, el grupo preguntó si no nos molestaría poner una cama más en el cuarto. Como Pipo trabajaba en una oficina y se iba temprano,  nos levantábamos con él. Esperábamos que cerrara la puerta y corríamos de nuevo a desordenar la cama. Los fines de semana era un poco más complicado porque estábamos juntos todo el día, así que optamos por el baño.
            El mismo día que Pipo se fue entró al cuarto una fea pero cómoda cama de dos plazas, herencia de la tía de Quique, por lo que fuimos la envidia de la casa. Esto nos ocasionó algunos inconvenientes: más de una vez, al entar al cuarto nos encontramos parejas en poses malabares que tuvimos que desalojar. El colmo fue el día que con aquel salto mortal, nos rompieron el ropero. Ahí le dije a Quique:             

-Ya no aguanto más.
-Tenés razón, nena -dijo con parsimonia- mientras miraba las partes rotas de la reliquia de madera entreveradas con la ropa y los zapatos.
La consecuencia de eso fue que conseguí trabajo como vendedora. Después de una jornada de ocho horas con horario cortado, me encontraba con Quique en la puerta de la Facultad. Ibamos a clase y después hacíamos boliche con los compañeros, así que me acostaba como a las tres de la mañana para levantarme a las seis todos los días. Quique seguía con el taller e iba a vender a la feria. Todos los sábados y domingos -mis días libres por cierto- armábamos el puesto y exponíamos los cacharros. A veces nos largábamos con sol y al llegar al parque ya estaba lloviendo, así que teníamos que cargar otra vez, vuelta a casa con todo mojado y sin un peso en el bolso.
A esa altura vivíamos en una casita pequeña que mi abuela nos regaló para el casamiento, entonces nos embarazamos, y yo me quedé sin trabajo. Él construía vasijas de barro en el torno del fondo y yo me rascaba la panza. Entonces ya no corríamos desvistiéndonos de urgencia por los corredores de ninguna casa, ni nos metíamos juntos a ningún baño. Quique se convirtió en Enrique  -mi marido- y yo en futura madre, “y las madres -o proyectos de- pierden ciertas licencias frente al amor carnal, pues deben guardar la compostura y cuidar la salud de los vástagos”-decía él.
Enrique no desistió del mate y el termo, pero finalmente obligado por esta cónyuge impaciente, encaró el diario dominical lleno de "inútil sin experiencia" -condición que cumplía a la perfección.
Después de poco insistir, y de mucho preguntar uno de sus mejores amigos le consiguió trabajo en una casa de electrodomésticos donde llevaba los cheques y hacía los depósitos en los bancos. Enrique era muy simpático, así que no demoró mucho en hacerse amigo de todos los gerentes de las sucursales bancarias y uno de ellos, a los seis meses de conocerlo, le ofreció un empleo.
Yo recién había destetado a los mellizos, y matizaba mis días entre las mamaderas, los pañales, las papillas de zapallo, las idas al pediatra. Planchaba camisas, calzoncillos, corbatas y algunas veces, hasta los pañuelos desechables de Enrique.
Cuando intenté retomar la facultad, me sentaba a estudiar con un niño en cada brazo. Era casi imposible leer, ver un informativo, ir al baño, o ver llover. A veces vencida por el cansancio dejaba caer mi frente sobre la mesa como un avión averiado que hace un aterrizaje forzoso.

Cuando Nadia y Juan Manuel empezaron el jardín de infantes, creí que no resistiría la emoción. Al regresar, me dejaba caer así, con tapado y todo en el sillón del living. Aquel enorme silencio de la casa, se apoyaba sobre mis párpados y los empujaba hasta hacerlos caer. Los primeros dos meses sólo me dediqué a dormir: doscientos cuarenta minutos dispuestos enteramente para mí.
Un día, decidí presentarme a un concurso y gané un puesto de trabajo, y otro día, me vi envuelta en un romance con uno de los compañeros de la empresa. Escapaba amparada por el atardecer, rumbo a su casa, con la complicidad de mis amigas. Era algo muy fuerte, como lo que pasa en las películas, ¡y yo hacía tanto que no iba al cine!
Una noche después de cenar y acostar a los nenes tomé impulso y le dije a Enrique:
-Ya no aguanto más.
-Tenés razón, vieja. Es mejor que nos separemos -dijo mientras miraba el reloj de la cocina, regalo de casamiento.

26 de julio de 2011

UNA DE VAQUEROS: IGNOMINIA

En el horizonte la luna se recuesta roja sobre la arena. Una suave brisa agita, muy leve, restos de las huellas que Lou dejó al pasar por allí. Su caballo y su revólver fueron los más rápidos y temidos del Oeste. Muchos quisieron hacer uso de esa fama, pero nadie tenía tan buena puntería, y fueron descubiertos. No mataba a cualquiera, siempre elegía con precisión a las víctimas. Parecía que actuaba de manera impulsiva, pero eso no era cierto. Sólo tomaba decisiones rápidas.
Ese día -como tantas otras veces, se apeó del caballo -pareja de muchos años- arrastró las botas e hizo tintinear las espuelas contra la arena machacada. De un golpe abrió la puerta de la taberna: entrar y hacerse el silencio, fue todo una misma cosa. Las mujeres que bailaban quedaron con las piernas suspendidas por largos instantes, los hombres no se atrevían a mirar desde atrás del juego de poker.
-Pueden seguir- dijo con los pulgares firmes sobre ambos percutores. Los índices deseosos, temblaban.
Todo volvió a la normalidad: el pianista -sudoroso- prosiguió con la melodía, el humo de los cigarros continuó el recorrido hacia las ventilaciones del salón, se agitaron de nuevo los vestidos.
Ya en el mostrador -con todas las miradas cargadas en la espalda- pidió un whisky doble que bajó de un sólo sorbo por la garganta. Hizo lo mismo unas diez veces más -todos las contaron en secreto- y sin pestañear siquiera, salió del lugar.
Se subió al caballo y lo palmeó -¡Vamos a casa Silver!- le susurró en la oreja. El negro animal, obediente, emprendió el galope.
-Es una buena persona -pensó el caballo mientras recorría raudo el pueblo- No pesa demasiado, me susurra las órdenes, me da de comer bien, y jamás me pone en peligro. Además nos entendemos: nada mejor que hablar las cosas; sino fuera por eso ya hace rato que hubiera dejado las riendas colgadas y huido a cualquier parte.
Esos pensamientos fueron interrumpidos por el balazo traidor que tiró a Lou al suelo, Silver pudo ver cómo le manaba sangre desde el vientre. Sin poder hacer nada se echó a un lado a esperar la muerte.
Tantas almas anotadas en la culata del revólver no eran ciertas, él en verdad era el único que sabía que eran muchísimas más. Habían recorrido muchas tierras de diferentes colores, se habían escondido tras miles de rocas y pernoctado en infinidad de cuevas frías. Le había visto descerrajar tiros de gracia de perfección inigualable. Llegó a afinar tanto la puntería que disparaba siempre al mismo lugar del corazón y desde cualquier distancia -eso se convirtió en una marca inimitable- No podía creer que ahora estuviera ahí, sobre el suelo, corcoveando en las ancas de la muerte.
Muchas horas después el pueblo se animó a acercarse al cuerpo inerme y polvoriento. El comisario Smith fue el responsable de cargarlo hasta la funeraria y obligó al señor Master a jurar sobre la Biblia que jamás develaría ese secreto. Después lo depositó sobre la mesa sin pulir, por la que habían desfilado tantos pueblerinos menos ilustres que el bandido. Lo único que no pudieron cambiarle fue el rictus del rostro. Desde la vidriera del almacén donde tuvieron que exhibir el trofeo de la ley y el orden, la cara de la insospechada Louise, sonreía.

INMOVILIDAD

Al principio había uno solo, vertical. Después agregué otro en el techo. El gran espejo horizontal - igual que yo - no dejaba de mirarme. Era el paralelo de mis formas: planas, brillosas. Los años habían marcado huellas al colchón en donde me perdía. No llevaba ropa - por practicidad- lo cual me permitía una visión más detallada. A veces me gustaba cambiar la perspectiva - es bueno salirse de la rutina cada tanto- entonces bajaba los globos oculares y apuntaba hacia la nariz. Con el tiempo aprendí a no ponerme bizca, así que la imagen se volvió bastante nítida -creo- y por lo tanto real. (Ahora me pregunto cuál era la realidad). Con los ojos sesgados e invisiblemente móviles, podía ver las puntas de mis pies: dos pulgares gordos de uñas amarillas que Adela cortaba con misionera devoción todos los viernes. Podía ver parte de mi pecho, y si prestaba más atención lograba distinguir dos cerros chatos que subían y bajaban al compás del oxígeno y el anhídrido carbónico. Eran lo único que entraba y salía de mí cuando me esforzaba demasiado.
Los lunes era el día que venía Germán. Era un joven de manos muy prolijas - Manos de poeta - sentenció Adela. Ese día sólo me dedicaba a mirar el espejo del techo. No me daba vergüenza ver cómo apoyaba sus yemas lisas sobre mi cuello y cómo con más presión las bajaba hacia mis axilas - a veces rozaba los costados de mis pechos- Una vez vi que mis pezones lograron erizarse, pero creí que era una ilusión, un reflejo de los recuerdos.
Germán aplicaba los masajes por una hora sin descanso hasta llegar hasta la planta de los pies. Esa era la peor parte, allí no lograba ver casi nada: él sin querer tapaba con su cuerpo la imagen del espejo vertical.
Adela siempre estaba ahí, era una custodia implacable del trabajo de Germán. Pero ese día no. Fue muy curioso, tal vez sólo se convenció de que ya no era necesario.
Las yemas se posaron en mi cuello - como todos los lunes- las manos arqueadas mostraban un mapa de venas verdosas, cargadas por el esfuerzo. De pronto la tensión disminuyó, tímidas pero seguras se explayaron sobre mí, en un descanso que siempre le agradeceré. Lentas, se giraron cada una hacia un lado, después siguieron rumbo cierto más abajo. Allí se entretuvieron por largo rato - así me pareció- Los índices jugaban con los pulgares una y otra vez. Germán echó un líquido viscoso entre las dos torres que se alzaban al compás de los pulmones: lo extendió. Frotó y pellizcó los dos botones apagados que enrojecidos comenzaban a encenderse. Entonces puso sus labios entreabiertos entre ellos, y sin más, los mordió. Sin dejar de hacerlo - creo que con cariño- las manos libres ahora bajaron y subieron por mi abdomen, y pude ver cómo separaba mis piernas con destreza. Volvió a posar sus manos en mis pechos mientras se acomodaba frente a mí al borde de la cama. Puso su boca entonces en el triángulo donde sólo se entraba para limpiarme todos los días. Pude ver su lengua dispuesta, ágil pasearse como un expedicionario en la selva virgen de malezas secas.
Los pantalones bajos dejaron ver ante el espejo sus nalgas. Por un instante vi la trompa que se descolgaba entre sus piernas y que jamás había notado. Volvió a ponerse sobre mí. Esta vez más arriba. Pude ver frente a frente sus ojos, contar todos sus dientes. Entonces al mismo tiempo que metía la lengua en mi boca, hurgaba con desenfreno en el paladar inferior de mi entrepierna. Se agitó una y otra vez.
Sentí un cosquilleo en los tobillos que comenzó a crecer hasta las sienes. Vi por el espejo que mis ojos parpadeaban, moví las rodillas. Germán se movía más y más rápido, mientras seguía empujándose hacia adentro. Creo que fue cuando las dos lenguas se juntaron que grité. Un grito ronco, cascado por tanto silencio, que subía desde los pulgares gordos que ahora bailoteaban.
Dos lenguas y dos bocas unidas en un grito cavernario fue lo que encontró Adela cuando entró.

AMOR RESPONSABLE



La puerta automática del ascensor retrocedió por el zapato de taco negro. Dejó paso a las medias que calzaban un par de piernas algo gordas, la pollera semiajustada recortaba un gran culo y más arriba, una camisa de seda entreabierta mostraba el espacio de dos tetas por nacer. Llevaba una gran carpeta roja atada por moños, tenía un sombrero achatado y unas enormes caravanas que hacían juego con los ojos grises.
- ¿A qué piso vas? - le pregunté
- Al octavo ¿y vos? - dijo con cara de qué te importa
- Sí, sí... también
El silencio se hizo incontenible.
Ella miró mis zapatos - como si siempre mirara los zapatos de los hombres- las manos, después miró mis ojos. Le devolví la mirada fuerte, intensa. Estábamos solos.
Cerca del tercer piso ella respiró hondo, los pechos se elevaron - me pareció casi hasta la barbilla- y se rompió el primer botón. Cuando vi asomar la puntilla del sutien me puse al lado.
Ella midió mi bragueta y desabrochó el primer tramo del cinturón.
Toqué el botón de parada y el ascensor se detuvo en seco. Mientras le mordía el cuello pregunté:
-¿En serio vas al octavo?
- Hoy empiezo a trabajar ahí- dijo ella con la respiración entrecortada. Una de mis manos ya había encontrado la forma de meterse entre sus piernas, la otra abría más la blusa y pellizcaba la punta de un pezón.
- Yo también - alcancé a decir mientras ella me bajaba los pantalones de una vez.
- Pará... pará... - cortó ella. ¿Tenés forros?
Me costó unos segundos reaccionar. Mis instintos comenzaran a bajar por la ladera de la razón. Seguí mirándola sin decir palabra, mientras observaba cómo el placer se hacía humo y escapaba por el respiradero del ascensor.
Frente a mi estupor insistió:
- Si, loco, sin forros ni ahí- y empezó a acomodarse la blusa y el sombrero, después apretó el botón y la esporádica cama móvil se puso en marcha.
El indicador marcó el ocho con un aro naranja.
Nos bajamos sin mirarnos mucho, y enfilamos por el primer corredor, al fondo a la derecha.

LUNA LLENA


Fue una noche de primavera, de esas que hacen creer que ya es enero. Decidimos bajar a la playa. El resto del grupo, a pesar del calor, se quedó al rededor del fogón. La luna alumbraba el mar negro. Emilio y yo decidimos caminar por la orilla. El agua estaba tibia, yo empecé a salpicarlo. Él me corría. Yo lo salpicaba. Él intentaba alcanzarme. Se tiró sobre mí y caímos en la arena. Forcejeamos. Logró separarme las piernas y trancarlas con una de las suyas entre medio. El agua me lamió los pies. Intenté zafar pero no pude. No quería. Había dejado de ver a Emilio como el amigo del grupo con el que compartía salidas. Ahora me excitaba el roce de su rodilla contra mi pelvis. Comencé a moverla en forma circular. Él metió su mano por debajo de mis pantalones cortos y se estuvo así un rato. Después arrancó la parte de arriba de mi traje de baño, pellizcó los pezones, los chupó. Yo seguí así. Sólo podía gemir y moverme. El mar se sincronizaba conmigo. El mar negro. Negro como mi gruta explorada por los dedos llenos de arena de Emilio. Él me frotó hasta hacerme doler todo el cuerpo. Yo no podía contener las convulsiones que me provocaban ese gran placer. Rodeé sus nalgas con mis manos, comencé a explorar con el dedo dentro de ellas. Sentí el calor que subía por mi mano. Él tembló, dijo algo pero no me importó, me concentré en la tarea. Después lo forcé a darse vuelta, metí mi lengua todo lo que pude, lo llené de saliva, después introduje poco a poco algunos dedos más. Gimió y lo solté. Por ahora era suficiente. Él me puso arriba y nos besamos. Con la lengua recorrí su pecho y fui bajando lento hasta la cintura. Llegué a lo que él deseaba. Me senté. Sentý su miembro en mis profundidades. Moví mis caderas. Salí. Volví a ponérmelo en la boca, paladeé los fluidos de ambos por un rato. Volví a sentarme y a girar mi vulva, completa por la estaca de Emilio. Él trataba de incorporarse y masajearme los pechos, cuando me ponía arriba intentaba morderme los labios. La luna estaba gorda y blanca, llena de leche. Emilio ya no resistía más mis embates. Me ajustó contra él y manejó mis caderas con sus manos. Gritamos. Sentí la luna bajar por mi entrepierna. Me acosté sobre su abdomen y descansamos abrazados.





25 de julio de 2011

LUNA NUEVA

Entró a la casa, dejó el bolso sobre el sofá y encendió la luz, después el equipo de audio. La música invadió el apartamento vacío. Vacío de todo el día. Vacío de Manuel.
Un whisky. Eso. Con el vaso en la mano y un cigarrillo en la boca recorrió el lugar, abrió los placares, hurgó en los cajones, revisó el escritorio. Tal vez así podía saber algo más de él- pensó.
La cocina estaba limpia, ordenada, la cama tendida, las copas colgadas. Por un instante pensó en cambiar algo de lugar, esconder cualquier cosa - se arrepintió-

La puerta del baño estaba entreabierta, la empujó. Vio su figura recortarse en sombra contra las cerámicas. Vio el espejo grande, frente a la enorme bañera. Giró los grifos plateados. El agua comenzó a deslizarse hacia el fondo de la loza verde. Puso el tapón y salió. Se sirvió otro whisky, encendió un nuevo cigarrillo y revolvió hasta encontrar unas velas. Las encendió y se sentó a esperar sobre la tapa del inodoro. Poco antes de que el agua llegara al borde, cerró las llaves.
Se sacó los zapatos, que quedaron huecos, tibios. Las manos hacia atrás, bajaban el cierre de la pollera. Caía desde la cintura, rítmica, en roce por el largo de las piernas, estrellándose contra el suelo y los tobillos. Las medias, negras, descendían hábiles al compás de la música. Ella bailaba, movía las caderas en círculos, desajustaba la pelvis hacia los costados, atrás, adelante, atrás... adelante... Mientras, uno a uno, los botones de la blusa se abrían para dejar paso a los pechos cubiertos por el encaje oscuro; bajó los breteles, también despacio. El compás se había apoderado de ella, de los muslos, de las nalgas que ahora abrigaba con los dedos. Los pechos salieron del estuche, blancos, como flechas.
Rozó el agua con los dedos, estaba tibia. Entró. El mar era verde, verde y se movía por su cuerpo, inundaba cada rincón de su estructura. Hundió la cabeza, y entró por los oídos, por unos minutos la música le sonó lejana en los tímpanos. Abrió las piernas y la tibieza penetró en la vulva. Entraba y salía con cada movimiento. Se enjabonó despacio, masajeó los dedos de los pies, las rodillas, paseó la esponja por el fémur izquierdo, el derecho, comprobó la piel que dejaba lisa todos los meses. Llenó de jabón el vientre y con el chorro de la esponja enjuagó el ombligo. Las olas le subían por los pechos. Los pezones afuera, estaban más erectos por el frío, los apretó hasta dejarlos rojo intenso. Intentó chuparlos. Pasó las manos por las axilas, el roce áspero la hizo detenerse. Tomó la hoja de afeitar que estaba en el estante, las alisó. Reanudó la marcha, ahora hacia la entrepierna. La vulva oscilaba entre la espuma, brillante y negra, como siempre. Se levantó un poco para mirarse en el espejo que tenía enfrente, se incorporó más. Volvió la mirada hacia la hojita filosa y se sentó al borde de la bañera. Se palpó. Quería ser distinta, solo distinta. Abrió las piernas y comenzó a afeitarse, lento. Miraba aquella puerta que tanto conocía, y la dejaba limpia de malezas para él. Miró el nuevo cuerpo en el espejo y pudo ver la pequeña raya que le dividía el sexo, pudo recordar la complexión infantil que aún la habitaba, que aún la sostenía. Sonrió. Se metió de nuevo en el agua y separó los labios bajos. Libres. Pulsó el clítoris con el índice, lo raspó con la uña del anular, lo hizo temblar. La música llegaba otra vez desde la sala, ingresaba por las manos hasta su abertura.
Él entró. Siguió la ruta de los gemidos, del olor de los jugos, que aquel cuerpo se provocaba. Ella lo vio por el espejo y no se detuvo. Él se quitó la ropa, y la esperó desde el silencio. Quería verla moverse entre las sombras, sumergida en las aguas de sí misma, arañándose placeres. Ella gritó. Gritó porque sabía que él estaba, sabía que la calma llegaría.
Él la sacó del agua, la cubrió con la toalla y comenzó a secarla lentamente, a restregar sus orillas, posó la boca entre los pechos, secó los pezones otra vez en punta, los mordió hasta dejarlos ardiendo, llenó de saliva el ombligo. Los dedos envueltos en la felpa recorrieron el interior de las nalgas. Jadeaba. Ardía. Ardió más cuando la tela de arriba abajo, como un grueso cordón, entró en los labios, sedientos.
Ella se agachó hasta su miembro y comenzó a pellizcarlo suave, después comenzó a succionarlo, cada vez más fuerte. Él mantenía los dedos en un cálido paseo. Después la sacó de su glande, la giró y la puso contra el borde de la bañera en cuatro patas. La luna nueva chorreaba. Él puso la boca en ella y lamió, lamió la acritud de las entrañas. Ella gemía aferrada al borde del mar verde, se abría a cada paso de la lengua, y con cada chasquido de los labios quedaba un poco más vacía.
Él entró, entró con su bastón hasta la médula, a la boca principal de los naufragios. Navegó por las rutas carnosas y limpias de la mujer, despuntó cráteres, exploró. Entró y salió de ella, que se abría y cerraba.
Entregó su agua.

FLUIDOS

Me senté en el sillón, él se sentó a mi lado y tomó mi mano. Todas las palabras que siempre salían de mi boca se declararon en huelga, quedaron en el espacio interno y pequeño de la glotis, me dolía la garganta, la saliva pasaba apenas por ese mínimo rincón, tragaba lento. Miré para otro lado, y encontré una estantería llena de libros, me levanté y fui hasta la ventana: pude ver el mar, inmóvil y distante. La luz inundaba la casa, caminaba sobre mí, sobre el afiche de Renoir, los discos, las fotografías antiguas. Las paredes eran blancas, demasiado. Todo estaba en su lugar.
Él se acercó por detrás, me tomó de la cintura y me abrazó con fuerza contra su cuerpo; mientras abrigaba mis pechos, entró en mi blusa, separó los pezones del sostén y comenzó a desgastarlos con sus dedos. Mis ojos seguían posados en la calma del mar, una quietud que ocultaba bajo la piel la naturaleza turbia y sagrada de las aguas azules.
Apoyó su pelvis contra mis nalgas y restregó con fuerza su bragueta, dura. Acoplé los movimientos con el miembro que jugaba a entrar, impedido por la tela de mi ropa. Sonreí. No podía creer que aquel hombre estuviera deslizándose sobre mi espalda, resoplándome en la nuca, llenando de saliva mis oídos. No podía moverme, había rodeado con sus brazos mi pecho y apretaba mi diafragma, la boca del estómago (apenas podía respirar) el corazón saltaba entre sus manos. Hice un esfuerzo para evitar que las rodillas me temblaran, y volví a mirar por la ventana: el agua estaba clara y tranquila, pero yo sabía que era turbia y sagrada, devoradora hasta la muerte.
Me giró y quedamos de frente. Tenía los ojos grises, la boca ancha y carnosa, los dientes grandes, los pómulos manchados por el tiempo. Alisó mi pelo muchas veces, acarició mi barbilla, peinó mis cejas, midió el largo de las pestañas con los pulgares, recorrió mi perfil. Enredó los dedos en el bajo fondo de la cabellera, y tironeó desde la frente hasta la nuca, varias veces, con mucha fuerza. Se entretuvo en el ejercicio, como si quisiera saber cuál era el límite y si podía traspasarlo. Besó los lóbulos de las orejas, insertó la lengua en mis oídos. El mar entró por los laterales de mi cara, intermitente.
Me acostó en el sillón, desabrochó mi blusa y de rodillas en el suelo, chupó los pechos ahora libres, erectos por los mordiscos intensos, alternados. Comencé a escuchar los gemidos pequeños que salían de mi boca, ansiosa de que él la dejara exhausta, extinguida.
Nuestras figuras en la penumbra brillaban. El sol penetraba en la sal del agua oscura, espesa en mi entrepierna. Una ola de espuma crecía en mi abdomen y descendía imperceptible desde el sexo hasta la ropa.
Me incorporó. Puso los dedos en mis labios y los chupé, uno a uno entraban y salían de mi boca aceitada. Desabroché los botones de su camisa, despacio, paseé la lengua por el pecho, las tetillas, el cuello, él sacaba de mi cuerpo los restos de ropa que quedaban, mientras yo le quitaba el cinturón y le bajaba el cierre. Descendí desde la boca en línea recta hasta su falo, ahora en mis manos. Masajeé, primero con la punta de los dedos, hasta sentirlos mojados, después lo puse en mi boca, deseosa de espuma. Coloqué mi paladar sobre el extremo del miembro e hice presión sobre él, entré y salí, raspé su carne con los dientes. Pude sentir el mar que venía hacia mí, y lo solté. Puso sus manos en mi pubis, acarició las hebras con cuidado, las separó, introdujo el anular entre los labios y restregó el clítoris hasta hacerlo gemir. Después me sentó en el borde de la mesa, separó mis piernas y comenzó a beberse los fluidos, a golpear con su lengua en la parte baja de la vulva. Lo jalé de las orejas hacia mí y nos besamos con intensidad. Rodeé su cintura con mis piernas hasta unir los talones, su dureza rozó la puerta de mi caverna, jugó en forma circular sobre ella y se detuvo. Se detuvo para girarme. Separó las nalgas, después se empapó los dedos en la vagina y fue metiéndolos poco a poco en ellas hasta mojarlas por completo. Subió mis ancas unos centímetros y se introdujo en la vulva por detrás. Mis pechos hicieron contacto con la madera de la mesa, se adherían a la superficie con cada embate de su miembro. Por la ventana se veía el cielo negro unido al mar de la noche. Comenzó a llover. Una lluvia fina y espesa caía sobre el agua, formaba olas, agitada por el viento. Él resoplaba en mi nuca. Volvimos a enfrentarnos, a entrelazar las bocas y los dedos, los ombligos. Mi espalda se deslizó sobre la tabla, se tensó como un arco. Él disparó su flecha. El agua se desprendió por la abertura de la casa, salada y dulce, de río primero, después de océano. Implacable y certera entró en la gruta y se unió a mi espuma. Descansamos uno sobre el otro, los brazos extendidos, en cruz, conjuntas las axilas.
Desperté en la madrugada con la desnudez rodeada por brazos y piernas. Solté las amarras con sigilo amparada en la profundidad del sueño y me vestí. Cerré la puerta con cuidado y me oculté en la oscuridad de la noche.
Aún llovía sobre el mar.


HOMBRE BUSCA MUJER IDIOTA

Hombre busca: mujer intelectualmente inteligente, afectivamente idiota. Si tiene algunas curvas, y algo de carne, mejor. Preferentemente buenísima en la cama (no excluyente) A la vuelta de la esquina, con su lupa minuciosa percibe a la presa. La mira. La encanta. Ella duda, consulta. Se pone nerviosa. Siente la transpiración en la nuca. La pelvis húmeda. Habla horas y horas por teléfono con sus amigas, con su terapeuta, con el almacenero. Adelgaza. Los demás perciben que algo le pasa y le preguntan. Ella se siente una diva. Ella cae. Sigue la música del flautista, el aroma de las endorfinas en el aire la atrapa en la telaraña del amor y las mentiras. Ella es como a él le gustan- dice- físicamente, la halaga, le hace cariños. También le dice que no quiere lastimarla. Ella delira de placer. Es él, es él, le dice al viento. Es él que finalmente llega, que ha llegado. Es el mesías de los hombres. Un ser perfecto. Un hombre. No un cobarde más. Entonces salen. Se ven. Se besan. Él no quiere acostarse enseguida. Ella piensa que esto es raro, pero entiende sus razones, las respeta. Lo toma como parte de su gran espíritu, de sus valores. No es uno más. Es él, es él, es él, sigue gritándole al viento. Se sienta por las noches y aúlla a la luna llena. Es loba. Y corre a sus brazos. Se entrega. Lo tiene. Él se da cuenta que ella además es una mujer independiente, implícitamente madre, porque cobija a todos. Y a él no sólo lo cuida, sino que lo sostiene, lo escucha, lo seduce. Ella le hace el amor como ninguna. Y también se atrapa. Sin intención. Queda prendido en su propia trampa. Trata de liberarse y le dice que ya está, que ya no puede seguir con ella. No puede devolverle lo que le ha sido dado. Se retira. Busca otra víctima posible, publica nuevos avisos en carteleras cercanas. Ella queda sola, desnuda, esperando que regrese. Y vuelve. Y se va. Y se va. Se va finalmente con otra. Entonces, ella llora de dolor, en la noche sin estrellas. En la soledad de la almohada. En las fiestas navideñas, o cuando es la única. El mundo está hecho para que las mujeres no anden solas. Ella ha nadado contra la corriente muchas veces. Se ha empeñado y empañado las axilas y el alma millones de minutos de su vida. Pero el fuego de la espada del hombre la hace idiota. La pone vulnerable frente a lo que sea. No hay olvido ni perdón para los cobardes. No hay bilis posible de expulsar. Luego el dolor. Las lágrimas. Constatar que se fue, como algo pasajero, aunque haya durado años. El tiempo, le muestra las arrugas de la cara, y de los pechos. Ella llora. El tiempo -le dicen- cura las heridas, pero no es cierto. Se cierran, pero sangran. Quedan marcas, como las de los guerreros que vuelven de encarnizadas batallas de anhelos impedidos. Gráciles mutilados. Que sienten el miembro aunque no esté. Entonces, ella le grita a la luna, no es él, no es él. No era él. No era.

FAUCES

Mis ojos centelleaban. Feliz del encuentro, él, dejaba que le rondara la cabeza. Los músculos incrédulos se tensionaban. Trataba de adivinar los movimientos. Mis fauces se aceleraban. Sonreía, discreto. Aventuraba el primer mordisco. Él intentaba corresponder. Sólo pudo romper mi blusa. Los pechos desnudos lo toreaban. Se prendió de ellos. Los dedos descendían como garras. Rasgaban lo que quedaba de piel y encontraban la entrepierna. Entró en las cavidades humanas que aún me quedaban. El verde de mis fluidos se entreveraba con los azules estertores de sus piernas.
Gemía. Yo callaba.
Callaba. Yo gemía.
Aullábamos.
La yugular aun estaba excitada. Corté de cuajo. Cuando salí, el mar rojo inundaba la sala.

LA MUJER, LA OTRA

...y me envenenan los besos que voy dando...”J. Sabina 
  Él llegaba cuando podía. Ella lo llamaba dos veces y cortaba. Él respondía, también si podía. Tiempos. Siempre cortos. Algunas veces más largos. Ella, lo esperaba mirando tras la ventana. Porque los diez minutos de voy en camino se multiplicaban por tres, como una regla perfecta. Ella, lo esperaba vestida, pronta, ansiosa. Con su gabardina negra, o con un chal que le cubría el cuerpo. Entonces él entraba a la casa vacía, se sentaba a la mesa, y comía algo. Apurado. Ella acompañaba sus bocados, con las botas negras de taco alto. Acompañaba los ojos color agua con las medias caladas, sostenidas con portaligas, sin bombacha, con el vestido transparente, que él después descubriría en el dormitorio. O en la cocina cuando ella se desabrochara el tapado lentamente. Conversaban sobre ella: la otra, su mujer. Ella, la mujer, su amante. Él con ella su mujer, y con Ella su amante. Con su alianza de oro, y su mandato de Dios. Ella con aquella vida anterior, sin máscaras, con humo de cannabis. Él hablaba del trabajo, de quiénes eran, cómo y cuándo. Y dónde. Y que a ella su mujer, no la dejó, ni dejaría porque estaba mal, porque no entendía, aunque estaba enamorada de otro. Aunque durmieran de espaldas en la misma cama. Sin sexo, sin amor, sin nada. Después de intoxicarla con palabras, Ella su amante, lo atendía. Entendía. Enojaba. Cuestionaba. Él no tenía respuestas. La tocaba. Pasaba su mano entre sus piernas sin ropa. Ella, iba quitándose el abrigo para dejar ver sus pechos debajo de la negra gasa transparente. Él la tomaba. Por la cintura. La tiraba sobre la cama. Jugaba con sus manos en la vereda de sus labios. Después más adentro. No dejaba que se quitara las botas mientras se movía sobre su cuerpo. Juntaban las respiraciones. Agitados. Después el reposo del guerrero. La calma y las palabras. El entresueño que lo acaparaba. Y lo vencía. Ella la mujer, lo miraba dormir y acercaba su alma desnuda sobre el pecho de aquel hombre, de a ratos. Lloraba. Esperaba que al despertar, saldría corriendo a cumplir su papel, su mascarada, con ella, la otra. Que un día cual calabaza, se convirtió sólo en la esposa. Más enferma. Más débil. Más frágil. Ella, su amante, se convirtió en mujer, sin serlo. Entre cuatro paredes. En el cuarto. En la mesa. En almuerzos o desayunos compartidos. En llamados clandestinos en los que el hombre contaba y confiaba sus secretos. Pedía consejo. Soltaba sus frustraciones. Y de tarde, o de noche volvía. Entonces ella seguía esperando, vestida con sandalias plateadas, y un atuendo novedoso cada día. Donde él, ponía en ella las palabras y su cuerpo entrelazado. Donde él era auténtico por unos instantes, para volver a ser otro en la despedida. El dolor, tiene sus ciclos. Para Ella, ahora su mujer, serían diez años. Para ella, su esposa, aquella vida sin huecos, fue asfixiada por el hombre y llevada a los brazos de la muerte. Ellos, aquellos que habían llegado alguna vez a la vida de Ella -una vez su mujer, amante- en cualquier minuto, se despedían. Vivos. Muertos. Con heridas. Las manos en la humedad de sus cavidades, por buen tiempo.

15 de julio de 2011

PRINCIPIOS

I

La mujer estaba recostada en el árbol, sostenía la espalda derecha, los pechos erectos. Por un momento Dios estuvo tentado de albergar esos pezones en sus manos, deslizar los dedos por las areolas, succionarlos, lento, aprisionar esos dos pichones contra su esternón. Sólo se detuvo a observarla con admiración, después, acercó sus labios carnosos al oído para susurrarle:
-Escribe un árbol, planta un hijo y ten un libro.
Así se fundó el universo.

II
La mujer, se desnudó;  las piernas abiertas ofrecían los húmedos labios. Él la observó sin prisa y se acostó junto a ella, logró oler el perfume que manaba del cuerpo.
Ella lo creyó dormido y mientras contemplaba esa belleza que sólo viene del alma, se acariciaba los senos con manos rápidas y graciosas.
Él la espiaba con ojos entrecerrados: nunca había visto una criatura igual y  en un impulso irrefrenable se apareó con ella.
Comenzaron a sucederse los hijos, también los problemas. A menudo cuando él llegaba del bosque no quería agitarse contra su cuerpo y otras veces decía que le dolía la cabeza, así que un día cansada de tantas excusas decidió echarlo de la choza.
Él se vengó tirándole  una manzana por la cabeza. Lleno de rencor inventó la historia de la serpiente y de cómo él había obedecido a la mujer, que salida de su costilla lo había traicionado. No alcanzándole con esto, decidió escribir la historia de su vida.
 Así nació La Biblia.

III
Mansa, dulce,  el agua le corría por el cuerpo. Se metía, se deslizaba por las curvas, las montañas, los cráteres de la mujer, caía en cascada por la cabellera, se depositaba entre sus brillantes nalgas como un tul lleno de estrellas. La gruesa arena, resistía entre las piernas ser devorada por la saliva del mar, deseoso de ese cuerpo caliente por el sol, desnudo por completo en ese juego ajeno y solitario.
Él la descubrió uno de esos días en que las recorridas se volvían insípidas, sin riesgo. Se ocultó tras unos árboles y comenzó a observarla. Desde las sombras se volvió, agua, arena, mano, recorrió cada rincón de la mujer distante. El ritual se prolongó por mucho tiempo: ella llegaba puntual a la orilla, él se ocultaba entre la maleza salvaje.
Así la encontró aquella vez, tendida, abrazada por la arena, dejándose lamer por aquel hombre: boca de sal dedicada a recorrerla, lengua que hurgó  dentro del pubis, y se ahogó entre tetas y nalgas. Vio a la mujer cabalgar, succionar el néctar del amor entre las piernas del otro,  mientras sus cuerpos se agitaban en rítmica danza. De las bocas emergió impostergable el aullido que resonó en todo el lugar, inundándolo. De esperma se llenó el mar, y la montaña, el sol, la luna, la noche, el día. El bosque se cubrió de finas gotas que descendían - lentas,  como llanto- de entre las piernas de la mujer, y se posaron sobre la mano del hombre tras los árboles. Él saltó del escondrijo y corrió, tomó al hombre por el cuello y le destrozó el cráneo contra una roca. Sobre la sangre tiró a la mujer y por la fuerza la penetró. Ella no gritaba, de su boca no salía un sólo gemido, una sola queja. Cansado de intentarlo la dejó sobre el cadáver y se alejó por la orilla con aquel aullido retumbándole como golpes de martillo en la cabeza.
Así el hombre tuvo celos y deseó lo que no le pertenecía.

EXCUSAS


        
No puedo creer que ese hombre me mire así, nadie antes había insistido de esa manera. Ojalá se corriera al fondo del ómnibus y quitara sus ojos penetrantes y oscuros de mi entrepierna. Creo que tiene otras intenciones, ya sé que traigo puesta una minifalda de esas estilo taparrabo, tal vez le llame la atención que sea tan juvenil para mi edad, y es probable que eso le resulte atractivo, o excitante.
¡¡Humm!! ..él no está nada mal, aunque parece del tipo intelectual, de esos que ven películas difíciles y escuchan música clásica. Sí, tiene una corbata muy linda pero no le combina con la camisa que además está mal abrochada. Y mirá, tiene un libro en la mano. Bueno, tal vez lo usa de pantalla para relojearme, si es así debe ser bruto reprimido. Sí, creo que es de ese tipo de hombre que calienta pero no quema, la Rosita tenía razón cuando con aire doctoral me dijo:
 - Nena, con esos no te hagas ilusiones, los intelectuales cogen poco, y mal.
¡Ay Rosita, ojalá te hubieras equivocado!. En serio, el tipo es un bombón, lamento tener que dejarlo pasar. Hace mucho tiempo que nadie me toca así el corazón.
- Chau, lindo. Otra vez será.

1997

LA MUJER IDEAL





Ya sé que pretendés otra cosa, siempre pasa, los hombres me rechazan por las mismas razones.
No puedo tocarte, murmurar cosas obscenas en tu oído, no puedo desvestirte ni montarte, no puedo ser la madre de tus hijos.
Mis tetas son frías y cuando acabás la leche se derrama entre mis piernas y mis ojos miran al vacío.
No creas que no tengo fantasías, tal vez sean tan sencillas como morderte o acariciarte el pelo. Pero te ruego que veas lo positivo de nuestra relación, jamás me niego a nada, y nunca te contaré mis problemas o frustraciones, jamás te pediré dinero, ropa o un apartamento. No llamaré a tu mujer para enterarla de lo nuestro, tus hijos no tendrán madrastra, ni hablarán mal de nosotros los vecinos, no tendrás que llevarme al analista, y lo más importante: jamás te dirán cornudo.
Lo único que te pido es que esta noche me dejes dormir a tu lado y que me abraces, no quiero que me desinfles como siempre, y me guardes en el cajón del armario.