Ella estaba cómoda
en su casa de cuatro paredes. Una puerta y dos ventanas. En la
entrada principal se había llenado de malezas, y podía verse un
surco, bastante profundo que había hecho ella misma. Caminando.
Caminando. Caminando.
Las cortinas y
persianas estaban cerradas. Porque cuando estaban abiertas, ella se
había encandilado muchas veces con brillos sutiles que la enamoraron
entonces, y la abandonaron después. Era muy intensa. También muy
callada. Contaba con los dedos de una mano a sus amigos. Ella, no era
linda. Según le habían dicho, era “exótica” -algo que nunca
pudo terminar de comprender-. Tenía buen cuerpo cuando joven. Ahora,
más madura, paridora de hijos, los cambios se notaban, y no estaba
conforme.
No había tenido
aquello que otros llaman “suerte”. En el amor, se entregaba sin
reservas, y perdía los pudores. Confiaba. Jugaba. Moría. Revivía.
Y volvía a morirse en cada intento. Después de recopilar sus
pedazos, finalmente dejó de llorar lo que no tenía sentido, y
decidió vivir lo que le quedaba de tiempo, en forma austera. Por
tanto se entregó a la mundana ciudad de los cadáveres, enterrando
definitivamente el verbo en un cajón azul, con flores violetas.
Secas. Las lágrimas no volvieron a brotar de ella. Tampoco las
sonrisas. Tampoco supo más lo que era un abrazo de hombre, y
recostarse en él al final del sexo.
Un día. Llegaba a
su casa, por el camino del surco de sus heridas. Y allí estaba. De
la manera más extraña e impensable para ella un hombre la esperaba.
Él quiso entrar, y sin mucha resistencia, ella lo dejó pasar sin
pensar en nada. Él, la tomó de la cintura y comenzó a besarla. No
podía seguir el ritmo del embate, porque ya no tenía memoria. Él
la guió lentamente por su boca. Él, la exploró curioso entre las
piernas. Ella comenzó a retorcerse. Cambió su respiración. Cambió
su ritmo. Sus manos aún no respondían. Eran dos remos sin
dirección. Perdidos en el mar de la tarde. Él, los colocó en su
pantalón, en su espalda, en su nuca. Ella se dejó llevar,
respirando cada vez más más fuerte. Cada vez más, y más y más
fuerte. Dejó. Soltó. Pujó. Sonidos que su garganta ya no reconocía
como propios. Reptó con las manos de él dentro de su pelvis. Sin
parar. Las piernas le dolían. Él seguía igual. Él la mordía.
Ella se animó a entrar en su guarida. Nueva. Desconocida.
Tímidamente lo tomó. Reconoció el falo con la punta de sus dedos.
Notó un breve esperma que aceitaba sus manos. Entonces él comenzó
a retorcerse, a encenderse, acercándose al atardecer del día. Que
finalmente explotó sobre ella.
Otro día, él
volvió. Ella ya no lo esperaba. Él quiso ser protagonista de uno de
sus cuentos. Relatos que guardaba celosa en un cajón del antiguo
armario de su cueva, pero que en un rapto de locura, le había
mostrado. Ahí ella era otra, la parte no observable a simple vista.
Era ambas, y una al mismo tiempo. Era una. Resguardada dentro de un
cuerpo y un andar serio, distante. Oculta tras las páginas de un
cuaderno, o la hoja en blanco de la computadora ella pergeñaba
historias.
Él se sorprendió y
entonces quiso verla. Y se encontraron nuevamente en su guarida. Un
café dijo. Y ella puso las dos tazas sobre la mesa. Y un vestido
sobre su cuerpo casi desnudo. Él tenía que traer algo. Llegó con
un jazmín que compró en una parada camino al encuentro. Ella lo
puso en una copa, esperando que más tarde diera el fresco aroma que
los recordaría. Entonces, él la tomó de la cintura y la llevó
contra su cuerpo. Esta vez, ella remó con sus brazos un poco más.
La memoria regresaba de a poco. La tomó por detrás y le acarició
el cuerpo, los senos. Ella ronroneó una lento y largo gemido. Él le
besó el cuello. Ella se sostuvo en la mesada de la cocina
resoplando, resoplando. Él esperaba y le pedía más y más y más.
Y ella se lo daba.
Fueron al cuarto.
Rápidamente se quitaron la ropa. Él se posó sobre ella tratando de
encontrarla. Ella se había perdido un poco en la nebulosa de su
mente, y volvía cuando él la tocaba. Piel, sobre piel. Olor sobre
olor. Nuevo. Distinto. Cercano. La incorporó, la acompasó con su
ritmo. Puso las piernas de ella en alto, y la penetró. Ella sintió
el ardor. Fresco aire en su lugar cerrado. Después la giró
nuevamente. Pellizcó. Mordió. Ella había dejado sus manos libres
al fin sobre su miembro. Donde había libado sus jugos unos minutos
antes. Respiraban rápidos. Alterados. Transpirados. Serpenteantes.
Ella subió y lo remontó. Rápidamente. Juntos. Gritaron. Aquellos
dos segundos en los que se apaga todo, en los que no hay cuerpo, ni
dolor, sólo la nada. La nada y el otro en comunión perfecta. A ella
le brotaron algunas lágrimas, que secó disimuladamente.
Él volvió sobre
ella. La llevó hasta el borde de la cama. La ubicó boca abajo, e
intentó penetrarla. Ella se dejó. Él esperó que terminara, con
ansias quería escucharla gemir y retorcerse. Luego, y boca arriba,
le regaló su savia.
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