ERÓTICOS y AFINES


En este blog encontrarán una guarida, que es mía, y de todos. Un lugar donde se refugian la escritura -particularmente la erótica- y aquellas palabras que resurgen, resuenan, y se encadenan hacia otros rumbos.

“Un escritor tiene que saber mentir”

Emilio Rodrigué

17 de noviembre de 2011

PELÍCULA CON CORTES



Ella estaba cómoda en su casa de cuatro paredes. Una puerta y dos ventanas. En la entrada principal se había llenado de malezas, y podía verse un surco, bastante profundo que había hecho ella misma. Caminando. Caminando. Caminando.
Las cortinas y persianas estaban cerradas. Porque cuando estaban abiertas, ella se había encandilado muchas veces con brillos sutiles que la enamoraron entonces, y la abandonaron después. Era muy intensa. También muy callada. Contaba con los dedos de una mano a sus amigos. Ella, no era linda. Según le habían dicho, era “exótica” -algo que nunca pudo terminar de comprender-. Tenía buen cuerpo cuando joven. Ahora, más madura, paridora de hijos, los cambios se notaban, y no estaba conforme.
No había tenido aquello que otros llaman “suerte”. En el amor, se entregaba sin reservas, y perdía los pudores. Confiaba. Jugaba. Moría. Revivía. Y volvía a morirse en cada intento. Después de recopilar sus pedazos, finalmente dejó de llorar lo que no tenía sentido, y decidió vivir lo que le quedaba de tiempo, en forma austera. Por tanto se entregó a la mundana ciudad de los cadáveres, enterrando definitivamente el verbo en un cajón azul, con flores violetas. Secas. Las lágrimas no volvieron a brotar de ella. Tampoco las sonrisas. Tampoco supo más lo que era un abrazo de hombre, y recostarse en él al final del sexo.
Un día. Llegaba a su casa, por el camino del surco de sus heridas. Y allí estaba. De la manera más extraña e impensable para ella un hombre la esperaba. Él quiso entrar, y sin mucha resistencia, ella lo dejó pasar sin pensar en nada. Él, la tomó de la cintura y comenzó a besarla. No podía seguir el ritmo del embate, porque ya no tenía memoria. Él la guió lentamente por su boca. Él, la exploró curioso entre las piernas. Ella comenzó a retorcerse. Cambió su respiración. Cambió su ritmo. Sus manos aún no respondían. Eran dos remos sin dirección. Perdidos en el mar de la tarde. Él, los colocó en su pantalón, en su espalda, en su nuca. Ella se dejó llevar, respirando cada vez más más fuerte. Cada vez más, y más y más fuerte. Dejó. Soltó. Pujó. Sonidos que su garganta ya no reconocía como propios. Reptó con las manos de él dentro de su pelvis. Sin parar. Las piernas le dolían. Él seguía igual. Él la mordía. Ella se animó a entrar en su guarida. Nueva. Desconocida. Tímidamente lo tomó. Reconoció el falo con la punta de sus dedos. Notó un breve esperma que aceitaba sus manos. Entonces él comenzó a retorcerse, a encenderse, acercándose al atardecer del día. Que finalmente explotó sobre ella.
Otro día, él volvió. Ella ya no lo esperaba. Él quiso ser protagonista de uno de sus cuentos. Relatos que guardaba celosa en un cajón del antiguo armario de su cueva, pero que en un rapto de locura, le había mostrado. Ahí ella era otra, la parte no observable a simple vista. Era ambas, y una al mismo tiempo. Era una. Resguardada dentro de un cuerpo y un andar serio, distante. Oculta tras las páginas de un cuaderno, o la hoja en blanco de la computadora ella pergeñaba historias.
Él se sorprendió y entonces quiso verla. Y se encontraron nuevamente en su guarida. Un café dijo. Y ella puso las dos tazas sobre la mesa. Y un vestido sobre su cuerpo casi desnudo. Él tenía que traer algo. Llegó con un jazmín que compró en una parada camino al encuentro. Ella lo puso en una copa, esperando que más tarde diera el fresco aroma que los recordaría. Entonces, él la tomó de la cintura y la llevó contra su cuerpo. Esta vez, ella remó con sus brazos un poco más. La memoria regresaba de a poco. La tomó por detrás y le acarició el cuerpo, los senos. Ella ronroneó una lento y largo gemido. Él le besó el cuello. Ella se sostuvo en la mesada de la cocina resoplando, resoplando. Él esperaba y le pedía más y más y más. Y ella se lo daba.
Fueron al cuarto. Rápidamente se quitaron la ropa. Él se posó sobre ella tratando de encontrarla. Ella se había perdido un poco en la nebulosa de su mente, y volvía cuando él la tocaba. Piel, sobre piel. Olor sobre olor. Nuevo. Distinto. Cercano. La incorporó, la acompasó con su ritmo. Puso las piernas de ella en alto, y la penetró. Ella sintió el ardor. Fresco aire en su lugar cerrado. Después la giró nuevamente. Pellizcó. Mordió. Ella había dejado sus manos libres al fin sobre su miembro. Donde había libado sus jugos unos minutos antes. Respiraban rápidos. Alterados. Transpirados. Serpenteantes. Ella subió y lo remontó. Rápidamente. Juntos. Gritaron. Aquellos dos segundos en los que se apaga todo, en los que no hay cuerpo, ni dolor, sólo la nada. La nada y el otro en comunión perfecta. A ella le brotaron algunas lágrimas, que secó disimuladamente.

Él volvió sobre ella. La llevó hasta el borde de la cama. La ubicó boca abajo, e intentó penetrarla. Ella se dejó. Él esperó que terminara, con ansias quería escucharla gemir y retorcerse. Luego, y boca arriba, le regaló su savia.

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