ERÓTICOS y AFINES


En este blog encontrarán una guarida, que es mía, y de todos. Un lugar donde se refugian la escritura -particularmente la erótica- y aquellas palabras que resurgen, resuenan, y se encadenan hacia otros rumbos.

“Un escritor tiene que saber mentir”

Emilio Rodrigué

27 de julio de 2011

LA ESENCIA DE LAS ALMAS



En aquellos años muchos de mis conocidos fueron arrestados,  otros decidieron emigrar hacia países lejanos, de cuyos nombres era mejor no enterarse, sobre todo para estar a salvo. Nunca se sabía cuándo podían golpear a nuestra puerta en busca de información, fueras pariente o vecino. Me acuerdo bien que a Marita la fueron a buscar porque otro del barrio que no sabía nada "cantó" que "El Negro" -requerido número cinco millones quinientos mil- le había comentado, a la edad de ocho años, que gustaba de ella. La pobrecita pasó cinco años detenida. Creyeron que negaba todo paradero y lo encubría por ser su amante. Mientras, "El Negro" -el de mi barrio- traficaba droga y luchaba contra el comunismo de Castro desde Miami -como Dios manda-.
Ese año conocí a Quique. Él era un "activista" como dicen los norteamericanos, así que compartimos muchos discursos en torno a la esencia del Hombre, la libertad y la utopía. Era lo más aproximado al Ché Guevara, ¿qué más podía pedir sino pan y café con leche? -la cebolla me da acidez estomacal- y así fue.
Probamos suertes y formas varias de sobrevivir sin caer en la boca del cerdo burgués. Tuvimos taller artesanal cooperativo e independiente, y nos fuimos a vivir a una gran casa compartida con otros diez extraños y desconocidos seres.
Durante un buen tiempo dormimos e hicimos el amor -o mejor dicho hicimos el amor y a veces dormimos- en una monocama. Entonces llegó Pipo, -un amigo de alguien- que vino en forma transitoria, y como ya no había lugar ni el altillo, el grupo preguntó si no nos molestaría poner una cama más en el cuarto. Como Pipo trabajaba en una oficina y se iba temprano,  nos levantábamos con él. Esperábamos que cerrara la puerta y corríamos de nuevo a desordenar la cama. Los fines de semana era un poco más complicado porque estábamos juntos todo el día, así que optamos por el baño.
            El mismo día que Pipo se fue entró al cuarto una fea pero cómoda cama de dos plazas, herencia de la tía de Quique, por lo que fuimos la envidia de la casa. Esto nos ocasionó algunos inconvenientes: más de una vez, al entar al cuarto nos encontramos parejas en poses malabares que tuvimos que desalojar. El colmo fue el día que con aquel salto mortal, nos rompieron el ropero. Ahí le dije a Quique:             

-Ya no aguanto más.
-Tenés razón, nena -dijo con parsimonia- mientras miraba las partes rotas de la reliquia de madera entreveradas con la ropa y los zapatos.
La consecuencia de eso fue que conseguí trabajo como vendedora. Después de una jornada de ocho horas con horario cortado, me encontraba con Quique en la puerta de la Facultad. Ibamos a clase y después hacíamos boliche con los compañeros, así que me acostaba como a las tres de la mañana para levantarme a las seis todos los días. Quique seguía con el taller e iba a vender a la feria. Todos los sábados y domingos -mis días libres por cierto- armábamos el puesto y exponíamos los cacharros. A veces nos largábamos con sol y al llegar al parque ya estaba lloviendo, así que teníamos que cargar otra vez, vuelta a casa con todo mojado y sin un peso en el bolso.
A esa altura vivíamos en una casita pequeña que mi abuela nos regaló para el casamiento, entonces nos embarazamos, y yo me quedé sin trabajo. Él construía vasijas de barro en el torno del fondo y yo me rascaba la panza. Entonces ya no corríamos desvistiéndonos de urgencia por los corredores de ninguna casa, ni nos metíamos juntos a ningún baño. Quique se convirtió en Enrique  -mi marido- y yo en futura madre, “y las madres -o proyectos de- pierden ciertas licencias frente al amor carnal, pues deben guardar la compostura y cuidar la salud de los vástagos”-decía él.
Enrique no desistió del mate y el termo, pero finalmente obligado por esta cónyuge impaciente, encaró el diario dominical lleno de "inútil sin experiencia" -condición que cumplía a la perfección.
Después de poco insistir, y de mucho preguntar uno de sus mejores amigos le consiguió trabajo en una casa de electrodomésticos donde llevaba los cheques y hacía los depósitos en los bancos. Enrique era muy simpático, así que no demoró mucho en hacerse amigo de todos los gerentes de las sucursales bancarias y uno de ellos, a los seis meses de conocerlo, le ofreció un empleo.
Yo recién había destetado a los mellizos, y matizaba mis días entre las mamaderas, los pañales, las papillas de zapallo, las idas al pediatra. Planchaba camisas, calzoncillos, corbatas y algunas veces, hasta los pañuelos desechables de Enrique.
Cuando intenté retomar la facultad, me sentaba a estudiar con un niño en cada brazo. Era casi imposible leer, ver un informativo, ir al baño, o ver llover. A veces vencida por el cansancio dejaba caer mi frente sobre la mesa como un avión averiado que hace un aterrizaje forzoso.

Cuando Nadia y Juan Manuel empezaron el jardín de infantes, creí que no resistiría la emoción. Al regresar, me dejaba caer así, con tapado y todo en el sillón del living. Aquel enorme silencio de la casa, se apoyaba sobre mis párpados y los empujaba hasta hacerlos caer. Los primeros dos meses sólo me dediqué a dormir: doscientos cuarenta minutos dispuestos enteramente para mí.
Un día, decidí presentarme a un concurso y gané un puesto de trabajo, y otro día, me vi envuelta en un romance con uno de los compañeros de la empresa. Escapaba amparada por el atardecer, rumbo a su casa, con la complicidad de mis amigas. Era algo muy fuerte, como lo que pasa en las películas, ¡y yo hacía tanto que no iba al cine!
Una noche después de cenar y acostar a los nenes tomé impulso y le dije a Enrique:
-Ya no aguanto más.
-Tenés razón, vieja. Es mejor que nos separemos -dijo mientras miraba el reloj de la cocina, regalo de casamiento.

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