ERÓTICOS y AFINES


En este blog encontrarán una guarida, que es mía, y de todos. Un lugar donde se refugian la escritura -particularmente la erótica- y aquellas palabras que resurgen, resuenan, y se encadenan hacia otros rumbos.

“Un escritor tiene que saber mentir”

Emilio Rodrigué

26 de julio de 2011

INMOVILIDAD

Al principio había uno solo, vertical. Después agregué otro en el techo. El gran espejo horizontal - igual que yo - no dejaba de mirarme. Era el paralelo de mis formas: planas, brillosas. Los años habían marcado huellas al colchón en donde me perdía. No llevaba ropa - por practicidad- lo cual me permitía una visión más detallada. A veces me gustaba cambiar la perspectiva - es bueno salirse de la rutina cada tanto- entonces bajaba los globos oculares y apuntaba hacia la nariz. Con el tiempo aprendí a no ponerme bizca, así que la imagen se volvió bastante nítida -creo- y por lo tanto real. (Ahora me pregunto cuál era la realidad). Con los ojos sesgados e invisiblemente móviles, podía ver las puntas de mis pies: dos pulgares gordos de uñas amarillas que Adela cortaba con misionera devoción todos los viernes. Podía ver parte de mi pecho, y si prestaba más atención lograba distinguir dos cerros chatos que subían y bajaban al compás del oxígeno y el anhídrido carbónico. Eran lo único que entraba y salía de mí cuando me esforzaba demasiado.
Los lunes era el día que venía Germán. Era un joven de manos muy prolijas - Manos de poeta - sentenció Adela. Ese día sólo me dedicaba a mirar el espejo del techo. No me daba vergüenza ver cómo apoyaba sus yemas lisas sobre mi cuello y cómo con más presión las bajaba hacia mis axilas - a veces rozaba los costados de mis pechos- Una vez vi que mis pezones lograron erizarse, pero creí que era una ilusión, un reflejo de los recuerdos.
Germán aplicaba los masajes por una hora sin descanso hasta llegar hasta la planta de los pies. Esa era la peor parte, allí no lograba ver casi nada: él sin querer tapaba con su cuerpo la imagen del espejo vertical.
Adela siempre estaba ahí, era una custodia implacable del trabajo de Germán. Pero ese día no. Fue muy curioso, tal vez sólo se convenció de que ya no era necesario.
Las yemas se posaron en mi cuello - como todos los lunes- las manos arqueadas mostraban un mapa de venas verdosas, cargadas por el esfuerzo. De pronto la tensión disminuyó, tímidas pero seguras se explayaron sobre mí, en un descanso que siempre le agradeceré. Lentas, se giraron cada una hacia un lado, después siguieron rumbo cierto más abajo. Allí se entretuvieron por largo rato - así me pareció- Los índices jugaban con los pulgares una y otra vez. Germán echó un líquido viscoso entre las dos torres que se alzaban al compás de los pulmones: lo extendió. Frotó y pellizcó los dos botones apagados que enrojecidos comenzaban a encenderse. Entonces puso sus labios entreabiertos entre ellos, y sin más, los mordió. Sin dejar de hacerlo - creo que con cariño- las manos libres ahora bajaron y subieron por mi abdomen, y pude ver cómo separaba mis piernas con destreza. Volvió a posar sus manos en mis pechos mientras se acomodaba frente a mí al borde de la cama. Puso su boca entonces en el triángulo donde sólo se entraba para limpiarme todos los días. Pude ver su lengua dispuesta, ágil pasearse como un expedicionario en la selva virgen de malezas secas.
Los pantalones bajos dejaron ver ante el espejo sus nalgas. Por un instante vi la trompa que se descolgaba entre sus piernas y que jamás había notado. Volvió a ponerse sobre mí. Esta vez más arriba. Pude ver frente a frente sus ojos, contar todos sus dientes. Entonces al mismo tiempo que metía la lengua en mi boca, hurgaba con desenfreno en el paladar inferior de mi entrepierna. Se agitó una y otra vez.
Sentí un cosquilleo en los tobillos que comenzó a crecer hasta las sienes. Vi por el espejo que mis ojos parpadeaban, moví las rodillas. Germán se movía más y más rápido, mientras seguía empujándose hacia adentro. Creo que fue cuando las dos lenguas se juntaron que grité. Un grito ronco, cascado por tanto silencio, que subía desde los pulgares gordos que ahora bailoteaban.
Dos lenguas y dos bocas unidas en un grito cavernario fue lo que encontró Adela cuando entró.

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