ERÓTICOS y AFINES


En este blog encontrarán una guarida, que es mía, y de todos. Un lugar donde se refugian la escritura -particularmente la erótica- y aquellas palabras que resurgen, resuenan, y se encadenan hacia otros rumbos.

“Un escritor tiene que saber mentir”

Emilio Rodrigué

25 de julio de 2011

LUNA NUEVA

Entró a la casa, dejó el bolso sobre el sofá y encendió la luz, después el equipo de audio. La música invadió el apartamento vacío. Vacío de todo el día. Vacío de Manuel.
Un whisky. Eso. Con el vaso en la mano y un cigarrillo en la boca recorrió el lugar, abrió los placares, hurgó en los cajones, revisó el escritorio. Tal vez así podía saber algo más de él- pensó.
La cocina estaba limpia, ordenada, la cama tendida, las copas colgadas. Por un instante pensó en cambiar algo de lugar, esconder cualquier cosa - se arrepintió-

La puerta del baño estaba entreabierta, la empujó. Vio su figura recortarse en sombra contra las cerámicas. Vio el espejo grande, frente a la enorme bañera. Giró los grifos plateados. El agua comenzó a deslizarse hacia el fondo de la loza verde. Puso el tapón y salió. Se sirvió otro whisky, encendió un nuevo cigarrillo y revolvió hasta encontrar unas velas. Las encendió y se sentó a esperar sobre la tapa del inodoro. Poco antes de que el agua llegara al borde, cerró las llaves.
Se sacó los zapatos, que quedaron huecos, tibios. Las manos hacia atrás, bajaban el cierre de la pollera. Caía desde la cintura, rítmica, en roce por el largo de las piernas, estrellándose contra el suelo y los tobillos. Las medias, negras, descendían hábiles al compás de la música. Ella bailaba, movía las caderas en círculos, desajustaba la pelvis hacia los costados, atrás, adelante, atrás... adelante... Mientras, uno a uno, los botones de la blusa se abrían para dejar paso a los pechos cubiertos por el encaje oscuro; bajó los breteles, también despacio. El compás se había apoderado de ella, de los muslos, de las nalgas que ahora abrigaba con los dedos. Los pechos salieron del estuche, blancos, como flechas.
Rozó el agua con los dedos, estaba tibia. Entró. El mar era verde, verde y se movía por su cuerpo, inundaba cada rincón de su estructura. Hundió la cabeza, y entró por los oídos, por unos minutos la música le sonó lejana en los tímpanos. Abrió las piernas y la tibieza penetró en la vulva. Entraba y salía con cada movimiento. Se enjabonó despacio, masajeó los dedos de los pies, las rodillas, paseó la esponja por el fémur izquierdo, el derecho, comprobó la piel que dejaba lisa todos los meses. Llenó de jabón el vientre y con el chorro de la esponja enjuagó el ombligo. Las olas le subían por los pechos. Los pezones afuera, estaban más erectos por el frío, los apretó hasta dejarlos rojo intenso. Intentó chuparlos. Pasó las manos por las axilas, el roce áspero la hizo detenerse. Tomó la hoja de afeitar que estaba en el estante, las alisó. Reanudó la marcha, ahora hacia la entrepierna. La vulva oscilaba entre la espuma, brillante y negra, como siempre. Se levantó un poco para mirarse en el espejo que tenía enfrente, se incorporó más. Volvió la mirada hacia la hojita filosa y se sentó al borde de la bañera. Se palpó. Quería ser distinta, solo distinta. Abrió las piernas y comenzó a afeitarse, lento. Miraba aquella puerta que tanto conocía, y la dejaba limpia de malezas para él. Miró el nuevo cuerpo en el espejo y pudo ver la pequeña raya que le dividía el sexo, pudo recordar la complexión infantil que aún la habitaba, que aún la sostenía. Sonrió. Se metió de nuevo en el agua y separó los labios bajos. Libres. Pulsó el clítoris con el índice, lo raspó con la uña del anular, lo hizo temblar. La música llegaba otra vez desde la sala, ingresaba por las manos hasta su abertura.
Él entró. Siguió la ruta de los gemidos, del olor de los jugos, que aquel cuerpo se provocaba. Ella lo vio por el espejo y no se detuvo. Él se quitó la ropa, y la esperó desde el silencio. Quería verla moverse entre las sombras, sumergida en las aguas de sí misma, arañándose placeres. Ella gritó. Gritó porque sabía que él estaba, sabía que la calma llegaría.
Él la sacó del agua, la cubrió con la toalla y comenzó a secarla lentamente, a restregar sus orillas, posó la boca entre los pechos, secó los pezones otra vez en punta, los mordió hasta dejarlos ardiendo, llenó de saliva el ombligo. Los dedos envueltos en la felpa recorrieron el interior de las nalgas. Jadeaba. Ardía. Ardió más cuando la tela de arriba abajo, como un grueso cordón, entró en los labios, sedientos.
Ella se agachó hasta su miembro y comenzó a pellizcarlo suave, después comenzó a succionarlo, cada vez más fuerte. Él mantenía los dedos en un cálido paseo. Después la sacó de su glande, la giró y la puso contra el borde de la bañera en cuatro patas. La luna nueva chorreaba. Él puso la boca en ella y lamió, lamió la acritud de las entrañas. Ella gemía aferrada al borde del mar verde, se abría a cada paso de la lengua, y con cada chasquido de los labios quedaba un poco más vacía.
Él entró, entró con su bastón hasta la médula, a la boca principal de los naufragios. Navegó por las rutas carnosas y limpias de la mujer, despuntó cráteres, exploró. Entró y salió de ella, que se abría y cerraba.
Entregó su agua.

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