ERÓTICOS y AFINES


En este blog encontrarán una guarida, que es mía, y de todos. Un lugar donde se refugian la escritura -particularmente la erótica- y aquellas palabras que resurgen, resuenan, y se encadenan hacia otros rumbos.

“Un escritor tiene que saber mentir”

Emilio Rodrigué

13 de diciembre de 2011

OBJETO PERSECUTORIO

Es algo más que eso. Es algo peor que eso. La vida se ha convertido en aquello que ya había pasado. Lo evitado. Lo imposible. Lo que se repite.
La historia que tuve, no fue por opción. Ahora sí. Ahora yo era dueña de mis actos. Libertad. Con el gran costo que la misma tiene. Es cansancio y enojo. Es rabia. No hay palabras bellas para definir estas sustancias internas. No hay posibles sustituciones para esos nombres. Es pena. Fragilidad. Odio. Asco.
Hacer lo que los otros quieren. Cuando quieren. Cuando se les canta. Salir corriendo a cubrir las necesidades que en el fondo ese otro no quiere resolver. Yo auxiliar. Como si fuera una gomería las veinticuatro horas del día. Comodidad. Queja. Inhabilidad que se autojustifica.
Psiquis invadida. Energía destruida. Que se pega, se hace melaza desde el desayuno hasta pasadas las doce de la noche. Triste calabaza que no se convierte. Y no se convertirá en nada. Porque la nada es tan profunda que difícilmente pueda ser ocupada más que por sí misma. Nada. Pura. Expansiva. Completa. Sin un hada madrina que pueda hacer la magia de conceder los deseos. Porque para ella Dios no existe. Sí las ninfas. Duendes. Entidades. Espíritus. Ante la traición, vienen las facturas. Ante la traición, hay cobranza. La venganza feroz de aquello implacable que nadie puede manejar. De lo que no se puede huir.
Pegar la vuelta para el que está cerca es toda una tarea. Es como quedarse seco. Aferrado a las raíces para no quebrarse. No pasa por los recuerdos. No es simple ni remueve. Es algo que fagocita al otro. No deja respirar. Como un parásito colgado al cuello. Como una gargantilla que nadie quiere mirar. Porque se va ajustando. Como el garrote vil. Y ponés las manos para que no te asfixie. Pero sangran. Se entabla la lucha entre la sangre y las lágrimas. Corren juntas por las mejillas desacostumbradas. Corren en “ese” abrazo que al menos sostiene, y evita que te hundas. Perdón es una palabra limitada para este llanto. No hay disculpa posible por haberse encarcelado en la misma celda que otro, voluntariamente. No hay perdón para sumarle a otro lo que no le corresponde.

4 de diciembre de 2011

HERENCIA BORGIA

Este es un relato que surgió en la página CUENTO COLECTIVO, que yo inicié, y que otros siguieron hasta darle un final. Se los presento:

“Herencia Borgia”, cuento escrito entre Gabriela Venosa, Enrique Castiblanco, Sergio Mendoza, Jairo Echeverri García y el Comité editorial de Cuento Colectivo.


"Herencia Borgia"

“Herencia Borgia”

La doncella ya está en el dormitorio. Me ayuda a vestirme rápidamente. Me ajusta las vestiduras que corresponden a la mañana. Me pone el calzado que correrá hacia donde se encuentra Alejandro. Él me ha mandado a llamar con urgencia. Es mi padre, así que debo responderle enseguida.

Allí estoy, con mis cabellos rizados y largos frente a su enorme figura… frente a su manto rojo e imponente. Soy su hija… no hay dudas. Tengo su carácter, aunque lo oculto bajo mi lado de mujer. Mis tres hermanos varones se hacen cargo de los asuntos de la iglesia que él les encarga. Es un momento crucial en la historia de los hombres.

Sé que quedaré dibujada en los escritos, junto a ellos, de forma ambigua, y que mis enemigos tratarán de pintarme como una perversa dama de la corte. De una corte también perversa de un periodo oscuro, del que mejor olvidarse. Pero existo. Y no soy esa mujer que otros creen. He dejado por gusto que así sea.

Mi padre ha dicho siempre que hay que cuidarse de los enemigos. Quienes nos rodean están a la orden de poderes nefastos para la gran empresa que Alejandro tiene en mente. Él sembrará, conquistará, y proclamará la palabra del creador por el resto del mundo. Un mundo que ahora se abre… nuevo, enorme, rico. Pienso todo esto mientras voy a su encuentro… al de mi padre, “El Padre”, ante quien respondo y responderé siempre.

He de sacrificar mi vida, mi amor verdadero y mis grandes ilusiones. A cambio, recibiré su bendición. A cambio, podré ser la reina de la ciudad de Florencia y ser benefactora de grandes artistas. Crear junto a ellos, como ninguna mujer lo ha hecho. Seré Lucrecia, hija de Borgia. Perdida entre las tinieblas de mitos sobre mi vida.

“Tu lealtad me llena de alegría, hija mía. Sobre todo hoy… ya sabrás por qué” comenta Alejandro, mi padre. Entonces entra César, mi hermano, a la sala. “Te dejo con tu hermano”, dice mi padre y se despide de ambos, con besos en los labios. “Siéntate Lucrecia”, dice César, “lo que te voy a decir puede que no sea fácil, puede que ponga a prueba cada una de tus convicciones, pero es algo que debe ser y será hecho”. “Dilo ya de una vez César” le respondí, actuando de manera jocosa, cuando en realidad estaba atemorizada.

“¿Cómo va todo con Giovanni, tu esposo?” pregunta César. Enseguida me imagino lo peor. Un nudo se hizo en mi garganta y una lágrima se empezaba a formar en mi ojo izquierdo. “Ya los Sforza no nos sirven para nada. Más es lo conveniente que son los Borgia a los Sforza, que los Sforza a los Borgia. Necesitamos una alianza más beneficiosa para la familia. Eso tuyo con Giovanni debe culminar… está decidido y ocurrirá mañana por la noche, así que a eso de las 9:30 p.m., no estés muy cerca de él, no sea que te contagies de su mala suerte”.

Un profundo temor me invadió. Enseguida bajé mi mirada e imaginé a Giovanni, ensangrentado y tirado en el suelo sin vida. La mano de César en mi rostro interrumpió esos pensamientos. César, poco a poco, empezaba a trasladar las caricias del rostro a mi cuello. “Hoy no César”, le dije, y caminé hacia la puerta. “Ya sabes hermana. 9:30 p.m. mañana. ¡Larga vida a los Borgia!” dijo César antes de soltar una carcajada frenética.

En realidad, no sé cómo tomar estas noticias de César… mi primer instinto fue una mezcla de temor y tristeza. En realidad no es que esté muy satisfecha con ese matrimonio, ni tampoco quiero pelear contra los argumentos de César o mi padre, pero por el otro lado, las medidas que quieren tomar me parecen muy drásticas. Más tarde… le conté a Giovanni de los planes de mi padre y mi hermano. Esa misma noche se fugó de la ciudad.

A la mañana siguiente César y mi padre me despertaron furiosos. Giovanni había desvanecido de la faz de la tierra y ellos sabían que no era ninguna casualidad. “No quiero intervenir en sus asuntos, Dios sabe que nunca daría la espalda a mi propia sangre. Sin embargo, tal vez deberían considerar que se están embriagando de poder… y no siempre la solución tiene que ser la espada. Estoy de acuerdo que el matrimonio debe acabar, no obstante, la vía de la anulación del mismo puede ser aún más conveniente. No hay que subestimar a nadie, y es mejor tener a los Sforza de nuestro lado”.

“¿Qué te hace pensar que va a querer anular el matrimonio?” preguntó enseguida César. “Querido hermano, siempre tú tan incrédulo. Y es que lo tiene que anular sea como sea. Hay algo que ustedes no saben y es que a Giovanni… no sé cómo decirlo la verdad me da algo de vergüenza. A Giovanni pues… digamos que nunca fue un soldado muy firme que digamos. “¿De qué demonios hablas Lucrecia?” preguntó mi padre. “Pues… que… siempre tiene a la serpiente en reposo” traté de explicarles. “¿Qué son estas metáforas jovencita? Habla claro me haces el favor” insistió mi padre. “Pues que no se le endurece el miembro cabrones. ¿Qué quieren que se los dibuje y coloreé también?”

Carcajadas salvajes de aproximadamente diez minutos de duración invadieron la habitación. Al final César y mi padre tenían lágrimas en los ojos y, según dijeron, dolor en el estómago de tanto reír. Una vez se calmaron un poco mi padre dijo: “Entonces no hay nada que pueda hacer el zángano. Es un hecho, el matrimonio se anula y ante cualquier oposición de su parte, tendrá que probar su hombría frente a una corte. Una vez quede expuesto no tendrá otra alternativa”.
Entonces mi padre se acercó a mí, acarició mi mejilla y me dijo: “Toda una pequeña dama. ¿Quién pensaría que también saldrías con la vena política? Estoy orgullosa de ti hija”. Nunca olvidaré esas palabras.

1 de diciembre de 2011

Entrevista que me realizaron para Contacto Latino

La libertad sin censuras en la narrativa erótica

Si el escribir es exploración, ¿por qué sólo algunos autores se aventuran a escribir narrativa erotica? ¿Y por qué, aún cuando lo hacen, la mayoria utilizan seudónimo?

Gabriela Venosa es una psicóloga uruguaya. En su blog, La Guarida de Todos, comparte literatura erótica y otros cuentos.

Le hicimos una entrevista en Contacto Latino con la intención de entender mejor el tema del erotismo en la literatura latinoamericana. Gabriela también nos comparte dos cuentos eróticos: Guarida Erótica y Desnuda de Amor.

1. ¿Qué te inspiró a empezar a escribir literatura erótica?
Iba a un taller literario y se proponían diversos temas, y ejercicios. Lo erótico empezó a fluir por sí mismo. Al principio con un poco de pudor. Luego, al ver la respuesta que generaba en el resto del grupo, y de las buenas críticas seguí explorando ese camino. El sexo está presente en la vida de todos, se ejerza o no. Porque es placer. Y sin placer o aprender a disfrutar, hay algo en nuestras vidas que no está funcionando. Así que de una u otra manera hay que sublimar. Y la escritura erótica me permitió eso. Además un gran escritor con quien aprendí mucho, me dijo que hay que escribir algo que no se haya dicho antes y que eso no es fácil. Poco a poco fui encontrando un estilo propio. Y fui adquiriendo el oficio de escribir. Porque todos escribimos. El tema es cómo lo hacemos, con qué fin, y las palabras que usamos. Eso debe hacernos únicos, o por lo menos originales frente a los otros que nos precedieron o son contemporáneos.

2. ¿Escribes abiertamente, con tu nombre? ¿Qué tipo de reacción recibes cuando comentas esto?
Sí, escribo con mi nombre. Nunca pude publicar en papel. Pero compartí mis relatos con gente de mi entorno, y la reacción fue de gran sorpresa. En general, como soy muy seria, y a veces paso por antipática, aunque soy tímida, me han dicho que “mi imagen no coincide con lo que escribo”. Es gracioso ¿no? Es claro que en el imaginario social, si escribís algo erótico debes haber hecho todo, o probado todo lo que pusiste en letras, cuando no tiene por qué ser así. No todo es autoreferencial, hay historias mezcladas que, como en otro tipo de género, surgen del entorno, de la vida del escritor, de un proceso de maduración, y en este caso de una situación cualquiera, pero sexual, en la que uno se expresa. Pero da la sensación de que estuvieras teniendo sexo ante un montón de gente, cuando esa no es la intención.

Disfruto escribiendo estos cuentos eróticos, y lo hago (como con otros escritos) primero para mí, pero pensando en el lector. Si puede disfrutarlos también, usarlos para sí mismo, o compartirlos, mejor. Lo mismo que hace un plástico, un director de cine, con una escena erótica, o una obra en sí.

3. ¿Por qué, si nos gusta tanto la actividad sexual, nos da tanta vergüenza admitir que nos gusta?
Porque no somos libres. Nos autocensuramos. No hablamos de eso. Hay un silencio que pesa. Por eso al escribirlo estás abriendo, rompiendo ese silencio, cultural, social, psicológico. Estás metiendo imágenes en la mente de otra persona. Igual que lo hace la tele cuando muestra cuerpos con determinada estética frívola. Nadie gusta de esos programas, pero todos los miran.

4. ¿Piensas que la gente que escribe y lee este tipo de literatura son unos enfermos… o más bien son personas más sanas?
La verdad que no sé, no creo que pase por ser sano o enfermo. Creo que pasa por tener la libertad de expresar lo que otros no se animan. Puede ser grosero o vulgar (lo que para mí es pornográfico) o puede ser algo sutil, que dirija, relate, y te lleve a temperaturas que no tenías previstas, ni como escritor ni como lector. Depende de la intención de cada escritor. Uno muestra lo que quiere mostrar, y hasta donde quiere. Saber cuál es el límite como escritor, y si lo quiere hacer poéticamente o no.

5. ¿Existe un mercado para la literatura erótica?
Sinceramente no lo sé. Acá en una tienda erótica en su página web ofrecen libros de literatura erótica, pero no he visto como algo normal o frecuente que en las librerías se promocione, o que las editoriales publiquen, o que las revistas comenten. Los pocos autores que conozco usan seudónimo.

6. ¿Hay ciertas cosas acerca de las cuales no escribirías?
Sí. Tu pregunta me hizo pensar porque primero pensé, “No para nada. Creo que como estamos en el terreno de la fantasía todo vale”. Pero no, no escribiría sobre pedofilia, ni nada que incluya menores. Eso me parece aberrante. Mis cuentos son todos entre adultos, y de forma consensuada. No me parece bueno incluir perversiones propiamente dichas como las parafilias, el abuso. Estamos hablando de una sexualidad consensuada, y no patológica. En esos términos.

7. ¿Escribes otro tipo de literatura?
Sí, escribo cuentos cortos, con otras temáticas, con el mismo estilo de escritura.

22 de noviembre de 2011

ABRIGO PARA LLUVIA



Quiero desnudarme de amor
quiero darte más sin pensar nada.
Necesito salir a tomar aire nuevo.
[...]El pasado hablará y
me contará lo que no entiendo.
(R. Rada)

En la ventana, había mariposas. En la puerta un diván para recostarse. A penas, las cosas se acomodan. A penas, las propias penas se despiden. Nada más. Y la nada es un dolor particular, único, y muchas veces repetible. Estas cosas, y otras, pensaba ella frente al espejo, una tarde cualquiera de primavera. Mientras se desnudaba para entrar a la ducha. Mientras se observaba las caderas ensanchadas, y se comparaba con las mujeres tapa de revistas.
Recién se levantaba de la siesta. El calor la había abrazado en la cama. Decidió lavarse el pelo. Dejó caer el agua primero sobre su espalda. Después sobre el cabello. La lluvia penetró en sus pintadas canas. Con fuerza se enjabonó y enjuagó. Después llenó la esponja e hizo espuma para pasársela por la pelvis con vigor. Separó las piernas y sintió un leve cosquilleo. Trató de no darle importancia. Pero no pudo. Volvió a pasar su mano otra vez con el guante jabonoso y no pudo resistirse. Entonces desenroscó cuidadosamente la regadera, y bajó la manguera hasta la entrepierna. El agua salía con más fuerza. Puso el dedo sobre el orificio para que la presión aumentara. Se puso en cuclillas. Los pies bien afirmados en las baldosas. Con la otra mano, se abrió la vulva. Dirigió el chorro furibundo hacia el interior de su cavidad. Sintió el calor del agua tibia. Dosificó la temperatura. Con leves movimientos sus caderas comenzaron bailar. Ella redireccionó el agua, y sostuvo los jadeos que empezaban a subirle hasta el pecho. La garganta comenzó a secarse. Se afirmó de la pared y apoyó la frente con los ojos cerrados. Sus pies temblaban aferrados al piso. El jadeo se convirtió en algo más fuerte, más grande. Su garganta comenzó a emitir un sonido que ya no podía reconocer. Se volvió único. Mantra que salió de las entrañas cósmicas de la humanidad. Sin pausa. Por lo que creyó fueron minutos de eterna comunión.
Salió de la ducha todavía sosteniendo su cabeza dolorida. Mareada se afirmó del lavatorio para no caerse. Como pudo, se secó. Volvió a mirarse en el espejo. Era otra. Su cuerpo seguía siendo el mismo. Pero ella había cambiado. Los ojos tenían un color más oscuro. Profundos. Cualquiera podría haber visto en ellos los secretos. Todos. Todos los miedos. El amor todo. La soledad toda. El dolor completo como una película sin cortes. Un suceso de imágenes. Un laberinto que ni ella misma había conocido hasta esa intensidad gutural de hacía unos minutos.
Entonces sonó el timbre. Alguien venía. Podría ser cualquiera. Porque cualquiera sabía que ella siempre estaba. Sola. Disponible. Y era cierto.
En esa soledad un hombre tocaba a su puerta y entonces ella abría. Ella se había puesto una gabardina negra sobre el cuerpo semidesnudo, y recién perfumado. Se había calzado unas sandalias plateadas con tacos exageradamente altos. Bajaba la escalera de mármol blanco con el andar que le daba el sentirse bella. O al menos atractiva. O excitada por la posible cara de aquel que estaba del otro lado de la puerta. Se sintió con gracia. Movía sus caderas anchas con la pulcritud de una mujer mundana.
Él entró y la saludó con un gran beso. Ella comenzó a ascender hacia la planta alta. Contoneando sus muslos y dejando entrever la desnudez. Él la seguía. Miraba sus nalgas. Las piernas cubiertas por medias negras. La seguía, pensando qué pasaría. Pensando qué harían. Excitado.
Ella bajó muy lentamente sus caderas, casi tocando el piso. Y subió tocándose la pelvis. Luego, comenzó a acariciar los botones de la chaqueta. Uno por uno. Desabrochó el inferior. El del medio. El superior. Él pudo ver parte de sus pechos que sobresalían entre la tela brillosa. También pudo ver parte de su pubis. Todavía en el descanso de la escalera, él ya estaba agotado. Quería tomarla. Pero ella dijo no. No aún. Sólo despacio. Ella dijo que le quitara la ropa lentamente. Como si cada prenda que sacara fuera una caricia sobre la piel. Áspera caricia sobre sus pezones. Como una cascada sobre sus anchas piernas. Y así fue. Un río comenzó a recorrerle entre las piernas. Él obedeció. La abrazó por detrás, y fue sacando el abrigo con mágica destreza. Ella sintió entonces cómo se le erizaba la piel. Cómo él tenía su miembro sobre sus nalgas. Conteniendo. En espera. Moviéndose sobre sí mismo. En un intento de entrarla. Impedido por la ropa que todavía no había sacado. Pero no podía apurarse. Ahora el juego le gustaba. La sentó sobre el borde de la cama y fue retirando de a una las medias, que se arrollaron al bajar hasta los pies. Ella, le desabrochó la camisa. Le aflojó el cinturón para que se aliviara. Bajó el cierre lentamente, mientras se besaban. Desnuda ya, pasó sus uñas por la espalda de él, y giró hacia delante. Pasó las uñas casi sin tocarlo en sus testículos ya perdidos. Después su falo. Lo tomó. Y siguió así dando breves toques con sus dedos largos. Él gemía. Pedía. Suplicaba. Trataba de responderle. Tocándola sin penetrarla. Ella comenzó a sentir grandes estertores en su pelvis.
Él volvió a insistir. Ella lo dejó. Él la embisitió. Dulce. Fuerte. Ambos juntaron sus ganas. En figuras diferentes se tomaron varias veces. Y varias veces explotaron hasta las lunas del amanecer.
Cuando sonó el despertador, la cama estaba ocupada por el olor de aquel hombre que no conocería.
Un hueco más la acompañó a desayunar. Untó las tostadas con la mermelada de la desazón, y se puso la chaqueta negra rumbo al trabajo.

17 de noviembre de 2011

PELÍCULA CON CORTES



Ella estaba cómoda en su casa de cuatro paredes. Una puerta y dos ventanas. En la entrada principal se había llenado de malezas, y podía verse un surco, bastante profundo que había hecho ella misma. Caminando. Caminando. Caminando.
Las cortinas y persianas estaban cerradas. Porque cuando estaban abiertas, ella se había encandilado muchas veces con brillos sutiles que la enamoraron entonces, y la abandonaron después. Era muy intensa. También muy callada. Contaba con los dedos de una mano a sus amigos. Ella, no era linda. Según le habían dicho, era “exótica” -algo que nunca pudo terminar de comprender-. Tenía buen cuerpo cuando joven. Ahora, más madura, paridora de hijos, los cambios se notaban, y no estaba conforme.
No había tenido aquello que otros llaman “suerte”. En el amor, se entregaba sin reservas, y perdía los pudores. Confiaba. Jugaba. Moría. Revivía. Y volvía a morirse en cada intento. Después de recopilar sus pedazos, finalmente dejó de llorar lo que no tenía sentido, y decidió vivir lo que le quedaba de tiempo, en forma austera. Por tanto se entregó a la mundana ciudad de los cadáveres, enterrando definitivamente el verbo en un cajón azul, con flores violetas. Secas. Las lágrimas no volvieron a brotar de ella. Tampoco las sonrisas. Tampoco supo más lo que era un abrazo de hombre, y recostarse en él al final del sexo.
Un día. Llegaba a su casa, por el camino del surco de sus heridas. Y allí estaba. De la manera más extraña e impensable para ella un hombre la esperaba. Él quiso entrar, y sin mucha resistencia, ella lo dejó pasar sin pensar en nada. Él, la tomó de la cintura y comenzó a besarla. No podía seguir el ritmo del embate, porque ya no tenía memoria. Él la guió lentamente por su boca. Él, la exploró curioso entre las piernas. Ella comenzó a retorcerse. Cambió su respiración. Cambió su ritmo. Sus manos aún no respondían. Eran dos remos sin dirección. Perdidos en el mar de la tarde. Él, los colocó en su pantalón, en su espalda, en su nuca. Ella se dejó llevar, respirando cada vez más más fuerte. Cada vez más, y más y más fuerte. Dejó. Soltó. Pujó. Sonidos que su garganta ya no reconocía como propios. Reptó con las manos de él dentro de su pelvis. Sin parar. Las piernas le dolían. Él seguía igual. Él la mordía. Ella se animó a entrar en su guarida. Nueva. Desconocida. Tímidamente lo tomó. Reconoció el falo con la punta de sus dedos. Notó un breve esperma que aceitaba sus manos. Entonces él comenzó a retorcerse, a encenderse, acercándose al atardecer del día. Que finalmente explotó sobre ella.
Otro día, él volvió. Ella ya no lo esperaba. Él quiso ser protagonista de uno de sus cuentos. Relatos que guardaba celosa en un cajón del antiguo armario de su cueva, pero que en un rapto de locura, le había mostrado. Ahí ella era otra, la parte no observable a simple vista. Era ambas, y una al mismo tiempo. Era una. Resguardada dentro de un cuerpo y un andar serio, distante. Oculta tras las páginas de un cuaderno, o la hoja en blanco de la computadora ella pergeñaba historias.
Él se sorprendió y entonces quiso verla. Y se encontraron nuevamente en su guarida. Un café dijo. Y ella puso las dos tazas sobre la mesa. Y un vestido sobre su cuerpo casi desnudo. Él tenía que traer algo. Llegó con un jazmín que compró en una parada camino al encuentro. Ella lo puso en una copa, esperando que más tarde diera el fresco aroma que los recordaría. Entonces, él la tomó de la cintura y la llevó contra su cuerpo. Esta vez, ella remó con sus brazos un poco más. La memoria regresaba de a poco. La tomó por detrás y le acarició el cuerpo, los senos. Ella ronroneó una lento y largo gemido. Él le besó el cuello. Ella se sostuvo en la mesada de la cocina resoplando, resoplando. Él esperaba y le pedía más y más y más. Y ella se lo daba.
Fueron al cuarto. Rápidamente se quitaron la ropa. Él se posó sobre ella tratando de encontrarla. Ella se había perdido un poco en la nebulosa de su mente, y volvía cuando él la tocaba. Piel, sobre piel. Olor sobre olor. Nuevo. Distinto. Cercano. La incorporó, la acompasó con su ritmo. Puso las piernas de ella en alto, y la penetró. Ella sintió el ardor. Fresco aire en su lugar cerrado. Después la giró nuevamente. Pellizcó. Mordió. Ella había dejado sus manos libres al fin sobre su miembro. Donde había libado sus jugos unos minutos antes. Respiraban rápidos. Alterados. Transpirados. Serpenteantes. Ella subió y lo remontó. Rápidamente. Juntos. Gritaron. Aquellos dos segundos en los que se apaga todo, en los que no hay cuerpo, ni dolor, sólo la nada. La nada y el otro en comunión perfecta. A ella le brotaron algunas lágrimas, que secó disimuladamente.

Él volvió sobre ella. La llevó hasta el borde de la cama. La ubicó boca abajo, e intentó penetrarla. Ella se dejó. Él esperó que terminara, con ansias quería escucharla gemir y retorcerse. Luego, y boca arriba, le regaló su savia.

29 de agosto de 2011

27 de julio de 2011

LA ESENCIA DE LAS ALMAS



En aquellos años muchos de mis conocidos fueron arrestados,  otros decidieron emigrar hacia países lejanos, de cuyos nombres era mejor no enterarse, sobre todo para estar a salvo. Nunca se sabía cuándo podían golpear a nuestra puerta en busca de información, fueras pariente o vecino. Me acuerdo bien que a Marita la fueron a buscar porque otro del barrio que no sabía nada "cantó" que "El Negro" -requerido número cinco millones quinientos mil- le había comentado, a la edad de ocho años, que gustaba de ella. La pobrecita pasó cinco años detenida. Creyeron que negaba todo paradero y lo encubría por ser su amante. Mientras, "El Negro" -el de mi barrio- traficaba droga y luchaba contra el comunismo de Castro desde Miami -como Dios manda-.
Ese año conocí a Quique. Él era un "activista" como dicen los norteamericanos, así que compartimos muchos discursos en torno a la esencia del Hombre, la libertad y la utopía. Era lo más aproximado al Ché Guevara, ¿qué más podía pedir sino pan y café con leche? -la cebolla me da acidez estomacal- y así fue.
Probamos suertes y formas varias de sobrevivir sin caer en la boca del cerdo burgués. Tuvimos taller artesanal cooperativo e independiente, y nos fuimos a vivir a una gran casa compartida con otros diez extraños y desconocidos seres.
Durante un buen tiempo dormimos e hicimos el amor -o mejor dicho hicimos el amor y a veces dormimos- en una monocama. Entonces llegó Pipo, -un amigo de alguien- que vino en forma transitoria, y como ya no había lugar ni el altillo, el grupo preguntó si no nos molestaría poner una cama más en el cuarto. Como Pipo trabajaba en una oficina y se iba temprano,  nos levantábamos con él. Esperábamos que cerrara la puerta y corríamos de nuevo a desordenar la cama. Los fines de semana era un poco más complicado porque estábamos juntos todo el día, así que optamos por el baño.
            El mismo día que Pipo se fue entró al cuarto una fea pero cómoda cama de dos plazas, herencia de la tía de Quique, por lo que fuimos la envidia de la casa. Esto nos ocasionó algunos inconvenientes: más de una vez, al entar al cuarto nos encontramos parejas en poses malabares que tuvimos que desalojar. El colmo fue el día que con aquel salto mortal, nos rompieron el ropero. Ahí le dije a Quique:             

-Ya no aguanto más.
-Tenés razón, nena -dijo con parsimonia- mientras miraba las partes rotas de la reliquia de madera entreveradas con la ropa y los zapatos.
La consecuencia de eso fue que conseguí trabajo como vendedora. Después de una jornada de ocho horas con horario cortado, me encontraba con Quique en la puerta de la Facultad. Ibamos a clase y después hacíamos boliche con los compañeros, así que me acostaba como a las tres de la mañana para levantarme a las seis todos los días. Quique seguía con el taller e iba a vender a la feria. Todos los sábados y domingos -mis días libres por cierto- armábamos el puesto y exponíamos los cacharros. A veces nos largábamos con sol y al llegar al parque ya estaba lloviendo, así que teníamos que cargar otra vez, vuelta a casa con todo mojado y sin un peso en el bolso.
A esa altura vivíamos en una casita pequeña que mi abuela nos regaló para el casamiento, entonces nos embarazamos, y yo me quedé sin trabajo. Él construía vasijas de barro en el torno del fondo y yo me rascaba la panza. Entonces ya no corríamos desvistiéndonos de urgencia por los corredores de ninguna casa, ni nos metíamos juntos a ningún baño. Quique se convirtió en Enrique  -mi marido- y yo en futura madre, “y las madres -o proyectos de- pierden ciertas licencias frente al amor carnal, pues deben guardar la compostura y cuidar la salud de los vástagos”-decía él.
Enrique no desistió del mate y el termo, pero finalmente obligado por esta cónyuge impaciente, encaró el diario dominical lleno de "inútil sin experiencia" -condición que cumplía a la perfección.
Después de poco insistir, y de mucho preguntar uno de sus mejores amigos le consiguió trabajo en una casa de electrodomésticos donde llevaba los cheques y hacía los depósitos en los bancos. Enrique era muy simpático, así que no demoró mucho en hacerse amigo de todos los gerentes de las sucursales bancarias y uno de ellos, a los seis meses de conocerlo, le ofreció un empleo.
Yo recién había destetado a los mellizos, y matizaba mis días entre las mamaderas, los pañales, las papillas de zapallo, las idas al pediatra. Planchaba camisas, calzoncillos, corbatas y algunas veces, hasta los pañuelos desechables de Enrique.
Cuando intenté retomar la facultad, me sentaba a estudiar con un niño en cada brazo. Era casi imposible leer, ver un informativo, ir al baño, o ver llover. A veces vencida por el cansancio dejaba caer mi frente sobre la mesa como un avión averiado que hace un aterrizaje forzoso.

Cuando Nadia y Juan Manuel empezaron el jardín de infantes, creí que no resistiría la emoción. Al regresar, me dejaba caer así, con tapado y todo en el sillón del living. Aquel enorme silencio de la casa, se apoyaba sobre mis párpados y los empujaba hasta hacerlos caer. Los primeros dos meses sólo me dediqué a dormir: doscientos cuarenta minutos dispuestos enteramente para mí.
Un día, decidí presentarme a un concurso y gané un puesto de trabajo, y otro día, me vi envuelta en un romance con uno de los compañeros de la empresa. Escapaba amparada por el atardecer, rumbo a su casa, con la complicidad de mis amigas. Era algo muy fuerte, como lo que pasa en las películas, ¡y yo hacía tanto que no iba al cine!
Una noche después de cenar y acostar a los nenes tomé impulso y le dije a Enrique:
-Ya no aguanto más.
-Tenés razón, vieja. Es mejor que nos separemos -dijo mientras miraba el reloj de la cocina, regalo de casamiento.

26 de julio de 2011

UNA DE VAQUEROS: IGNOMINIA

En el horizonte la luna se recuesta roja sobre la arena. Una suave brisa agita, muy leve, restos de las huellas que Lou dejó al pasar por allí. Su caballo y su revólver fueron los más rápidos y temidos del Oeste. Muchos quisieron hacer uso de esa fama, pero nadie tenía tan buena puntería, y fueron descubiertos. No mataba a cualquiera, siempre elegía con precisión a las víctimas. Parecía que actuaba de manera impulsiva, pero eso no era cierto. Sólo tomaba decisiones rápidas.
Ese día -como tantas otras veces, se apeó del caballo -pareja de muchos años- arrastró las botas e hizo tintinear las espuelas contra la arena machacada. De un golpe abrió la puerta de la taberna: entrar y hacerse el silencio, fue todo una misma cosa. Las mujeres que bailaban quedaron con las piernas suspendidas por largos instantes, los hombres no se atrevían a mirar desde atrás del juego de poker.
-Pueden seguir- dijo con los pulgares firmes sobre ambos percutores. Los índices deseosos, temblaban.
Todo volvió a la normalidad: el pianista -sudoroso- prosiguió con la melodía, el humo de los cigarros continuó el recorrido hacia las ventilaciones del salón, se agitaron de nuevo los vestidos.
Ya en el mostrador -con todas las miradas cargadas en la espalda- pidió un whisky doble que bajó de un sólo sorbo por la garganta. Hizo lo mismo unas diez veces más -todos las contaron en secreto- y sin pestañear siquiera, salió del lugar.
Se subió al caballo y lo palmeó -¡Vamos a casa Silver!- le susurró en la oreja. El negro animal, obediente, emprendió el galope.
-Es una buena persona -pensó el caballo mientras recorría raudo el pueblo- No pesa demasiado, me susurra las órdenes, me da de comer bien, y jamás me pone en peligro. Además nos entendemos: nada mejor que hablar las cosas; sino fuera por eso ya hace rato que hubiera dejado las riendas colgadas y huido a cualquier parte.
Esos pensamientos fueron interrumpidos por el balazo traidor que tiró a Lou al suelo, Silver pudo ver cómo le manaba sangre desde el vientre. Sin poder hacer nada se echó a un lado a esperar la muerte.
Tantas almas anotadas en la culata del revólver no eran ciertas, él en verdad era el único que sabía que eran muchísimas más. Habían recorrido muchas tierras de diferentes colores, se habían escondido tras miles de rocas y pernoctado en infinidad de cuevas frías. Le había visto descerrajar tiros de gracia de perfección inigualable. Llegó a afinar tanto la puntería que disparaba siempre al mismo lugar del corazón y desde cualquier distancia -eso se convirtió en una marca inimitable- No podía creer que ahora estuviera ahí, sobre el suelo, corcoveando en las ancas de la muerte.
Muchas horas después el pueblo se animó a acercarse al cuerpo inerme y polvoriento. El comisario Smith fue el responsable de cargarlo hasta la funeraria y obligó al señor Master a jurar sobre la Biblia que jamás develaría ese secreto. Después lo depositó sobre la mesa sin pulir, por la que habían desfilado tantos pueblerinos menos ilustres que el bandido. Lo único que no pudieron cambiarle fue el rictus del rostro. Desde la vidriera del almacén donde tuvieron que exhibir el trofeo de la ley y el orden, la cara de la insospechada Louise, sonreía.

INMOVILIDAD

Al principio había uno solo, vertical. Después agregué otro en el techo. El gran espejo horizontal - igual que yo - no dejaba de mirarme. Era el paralelo de mis formas: planas, brillosas. Los años habían marcado huellas al colchón en donde me perdía. No llevaba ropa - por practicidad- lo cual me permitía una visión más detallada. A veces me gustaba cambiar la perspectiva - es bueno salirse de la rutina cada tanto- entonces bajaba los globos oculares y apuntaba hacia la nariz. Con el tiempo aprendí a no ponerme bizca, así que la imagen se volvió bastante nítida -creo- y por lo tanto real. (Ahora me pregunto cuál era la realidad). Con los ojos sesgados e invisiblemente móviles, podía ver las puntas de mis pies: dos pulgares gordos de uñas amarillas que Adela cortaba con misionera devoción todos los viernes. Podía ver parte de mi pecho, y si prestaba más atención lograba distinguir dos cerros chatos que subían y bajaban al compás del oxígeno y el anhídrido carbónico. Eran lo único que entraba y salía de mí cuando me esforzaba demasiado.
Los lunes era el día que venía Germán. Era un joven de manos muy prolijas - Manos de poeta - sentenció Adela. Ese día sólo me dedicaba a mirar el espejo del techo. No me daba vergüenza ver cómo apoyaba sus yemas lisas sobre mi cuello y cómo con más presión las bajaba hacia mis axilas - a veces rozaba los costados de mis pechos- Una vez vi que mis pezones lograron erizarse, pero creí que era una ilusión, un reflejo de los recuerdos.
Germán aplicaba los masajes por una hora sin descanso hasta llegar hasta la planta de los pies. Esa era la peor parte, allí no lograba ver casi nada: él sin querer tapaba con su cuerpo la imagen del espejo vertical.
Adela siempre estaba ahí, era una custodia implacable del trabajo de Germán. Pero ese día no. Fue muy curioso, tal vez sólo se convenció de que ya no era necesario.
Las yemas se posaron en mi cuello - como todos los lunes- las manos arqueadas mostraban un mapa de venas verdosas, cargadas por el esfuerzo. De pronto la tensión disminuyó, tímidas pero seguras se explayaron sobre mí, en un descanso que siempre le agradeceré. Lentas, se giraron cada una hacia un lado, después siguieron rumbo cierto más abajo. Allí se entretuvieron por largo rato - así me pareció- Los índices jugaban con los pulgares una y otra vez. Germán echó un líquido viscoso entre las dos torres que se alzaban al compás de los pulmones: lo extendió. Frotó y pellizcó los dos botones apagados que enrojecidos comenzaban a encenderse. Entonces puso sus labios entreabiertos entre ellos, y sin más, los mordió. Sin dejar de hacerlo - creo que con cariño- las manos libres ahora bajaron y subieron por mi abdomen, y pude ver cómo separaba mis piernas con destreza. Volvió a posar sus manos en mis pechos mientras se acomodaba frente a mí al borde de la cama. Puso su boca entonces en el triángulo donde sólo se entraba para limpiarme todos los días. Pude ver su lengua dispuesta, ágil pasearse como un expedicionario en la selva virgen de malezas secas.
Los pantalones bajos dejaron ver ante el espejo sus nalgas. Por un instante vi la trompa que se descolgaba entre sus piernas y que jamás había notado. Volvió a ponerse sobre mí. Esta vez más arriba. Pude ver frente a frente sus ojos, contar todos sus dientes. Entonces al mismo tiempo que metía la lengua en mi boca, hurgaba con desenfreno en el paladar inferior de mi entrepierna. Se agitó una y otra vez.
Sentí un cosquilleo en los tobillos que comenzó a crecer hasta las sienes. Vi por el espejo que mis ojos parpadeaban, moví las rodillas. Germán se movía más y más rápido, mientras seguía empujándose hacia adentro. Creo que fue cuando las dos lenguas se juntaron que grité. Un grito ronco, cascado por tanto silencio, que subía desde los pulgares gordos que ahora bailoteaban.
Dos lenguas y dos bocas unidas en un grito cavernario fue lo que encontró Adela cuando entró.

AMOR RESPONSABLE



La puerta automática del ascensor retrocedió por el zapato de taco negro. Dejó paso a las medias que calzaban un par de piernas algo gordas, la pollera semiajustada recortaba un gran culo y más arriba, una camisa de seda entreabierta mostraba el espacio de dos tetas por nacer. Llevaba una gran carpeta roja atada por moños, tenía un sombrero achatado y unas enormes caravanas que hacían juego con los ojos grises.
- ¿A qué piso vas? - le pregunté
- Al octavo ¿y vos? - dijo con cara de qué te importa
- Sí, sí... también
El silencio se hizo incontenible.
Ella miró mis zapatos - como si siempre mirara los zapatos de los hombres- las manos, después miró mis ojos. Le devolví la mirada fuerte, intensa. Estábamos solos.
Cerca del tercer piso ella respiró hondo, los pechos se elevaron - me pareció casi hasta la barbilla- y se rompió el primer botón. Cuando vi asomar la puntilla del sutien me puse al lado.
Ella midió mi bragueta y desabrochó el primer tramo del cinturón.
Toqué el botón de parada y el ascensor se detuvo en seco. Mientras le mordía el cuello pregunté:
-¿En serio vas al octavo?
- Hoy empiezo a trabajar ahí- dijo ella con la respiración entrecortada. Una de mis manos ya había encontrado la forma de meterse entre sus piernas, la otra abría más la blusa y pellizcaba la punta de un pezón.
- Yo también - alcancé a decir mientras ella me bajaba los pantalones de una vez.
- Pará... pará... - cortó ella. ¿Tenés forros?
Me costó unos segundos reaccionar. Mis instintos comenzaran a bajar por la ladera de la razón. Seguí mirándola sin decir palabra, mientras observaba cómo el placer se hacía humo y escapaba por el respiradero del ascensor.
Frente a mi estupor insistió:
- Si, loco, sin forros ni ahí- y empezó a acomodarse la blusa y el sombrero, después apretó el botón y la esporádica cama móvil se puso en marcha.
El indicador marcó el ocho con un aro naranja.
Nos bajamos sin mirarnos mucho, y enfilamos por el primer corredor, al fondo a la derecha.

LUNA LLENA


Fue una noche de primavera, de esas que hacen creer que ya es enero. Decidimos bajar a la playa. El resto del grupo, a pesar del calor, se quedó al rededor del fogón. La luna alumbraba el mar negro. Emilio y yo decidimos caminar por la orilla. El agua estaba tibia, yo empecé a salpicarlo. Él me corría. Yo lo salpicaba. Él intentaba alcanzarme. Se tiró sobre mí y caímos en la arena. Forcejeamos. Logró separarme las piernas y trancarlas con una de las suyas entre medio. El agua me lamió los pies. Intenté zafar pero no pude. No quería. Había dejado de ver a Emilio como el amigo del grupo con el que compartía salidas. Ahora me excitaba el roce de su rodilla contra mi pelvis. Comencé a moverla en forma circular. Él metió su mano por debajo de mis pantalones cortos y se estuvo así un rato. Después arrancó la parte de arriba de mi traje de baño, pellizcó los pezones, los chupó. Yo seguí así. Sólo podía gemir y moverme. El mar se sincronizaba conmigo. El mar negro. Negro como mi gruta explorada por los dedos llenos de arena de Emilio. Él me frotó hasta hacerme doler todo el cuerpo. Yo no podía contener las convulsiones que me provocaban ese gran placer. Rodeé sus nalgas con mis manos, comencé a explorar con el dedo dentro de ellas. Sentí el calor que subía por mi mano. Él tembló, dijo algo pero no me importó, me concentré en la tarea. Después lo forcé a darse vuelta, metí mi lengua todo lo que pude, lo llené de saliva, después introduje poco a poco algunos dedos más. Gimió y lo solté. Por ahora era suficiente. Él me puso arriba y nos besamos. Con la lengua recorrí su pecho y fui bajando lento hasta la cintura. Llegué a lo que él deseaba. Me senté. Sentý su miembro en mis profundidades. Moví mis caderas. Salí. Volví a ponérmelo en la boca, paladeé los fluidos de ambos por un rato. Volví a sentarme y a girar mi vulva, completa por la estaca de Emilio. Él trataba de incorporarse y masajearme los pechos, cuando me ponía arriba intentaba morderme los labios. La luna estaba gorda y blanca, llena de leche. Emilio ya no resistía más mis embates. Me ajustó contra él y manejó mis caderas con sus manos. Gritamos. Sentí la luna bajar por mi entrepierna. Me acosté sobre su abdomen y descansamos abrazados.





25 de julio de 2011

LUNA NUEVA

Entró a la casa, dejó el bolso sobre el sofá y encendió la luz, después el equipo de audio. La música invadió el apartamento vacío. Vacío de todo el día. Vacío de Manuel.
Un whisky. Eso. Con el vaso en la mano y un cigarrillo en la boca recorrió el lugar, abrió los placares, hurgó en los cajones, revisó el escritorio. Tal vez así podía saber algo más de él- pensó.
La cocina estaba limpia, ordenada, la cama tendida, las copas colgadas. Por un instante pensó en cambiar algo de lugar, esconder cualquier cosa - se arrepintió-

La puerta del baño estaba entreabierta, la empujó. Vio su figura recortarse en sombra contra las cerámicas. Vio el espejo grande, frente a la enorme bañera. Giró los grifos plateados. El agua comenzó a deslizarse hacia el fondo de la loza verde. Puso el tapón y salió. Se sirvió otro whisky, encendió un nuevo cigarrillo y revolvió hasta encontrar unas velas. Las encendió y se sentó a esperar sobre la tapa del inodoro. Poco antes de que el agua llegara al borde, cerró las llaves.
Se sacó los zapatos, que quedaron huecos, tibios. Las manos hacia atrás, bajaban el cierre de la pollera. Caía desde la cintura, rítmica, en roce por el largo de las piernas, estrellándose contra el suelo y los tobillos. Las medias, negras, descendían hábiles al compás de la música. Ella bailaba, movía las caderas en círculos, desajustaba la pelvis hacia los costados, atrás, adelante, atrás... adelante... Mientras, uno a uno, los botones de la blusa se abrían para dejar paso a los pechos cubiertos por el encaje oscuro; bajó los breteles, también despacio. El compás se había apoderado de ella, de los muslos, de las nalgas que ahora abrigaba con los dedos. Los pechos salieron del estuche, blancos, como flechas.
Rozó el agua con los dedos, estaba tibia. Entró. El mar era verde, verde y se movía por su cuerpo, inundaba cada rincón de su estructura. Hundió la cabeza, y entró por los oídos, por unos minutos la música le sonó lejana en los tímpanos. Abrió las piernas y la tibieza penetró en la vulva. Entraba y salía con cada movimiento. Se enjabonó despacio, masajeó los dedos de los pies, las rodillas, paseó la esponja por el fémur izquierdo, el derecho, comprobó la piel que dejaba lisa todos los meses. Llenó de jabón el vientre y con el chorro de la esponja enjuagó el ombligo. Las olas le subían por los pechos. Los pezones afuera, estaban más erectos por el frío, los apretó hasta dejarlos rojo intenso. Intentó chuparlos. Pasó las manos por las axilas, el roce áspero la hizo detenerse. Tomó la hoja de afeitar que estaba en el estante, las alisó. Reanudó la marcha, ahora hacia la entrepierna. La vulva oscilaba entre la espuma, brillante y negra, como siempre. Se levantó un poco para mirarse en el espejo que tenía enfrente, se incorporó más. Volvió la mirada hacia la hojita filosa y se sentó al borde de la bañera. Se palpó. Quería ser distinta, solo distinta. Abrió las piernas y comenzó a afeitarse, lento. Miraba aquella puerta que tanto conocía, y la dejaba limpia de malezas para él. Miró el nuevo cuerpo en el espejo y pudo ver la pequeña raya que le dividía el sexo, pudo recordar la complexión infantil que aún la habitaba, que aún la sostenía. Sonrió. Se metió de nuevo en el agua y separó los labios bajos. Libres. Pulsó el clítoris con el índice, lo raspó con la uña del anular, lo hizo temblar. La música llegaba otra vez desde la sala, ingresaba por las manos hasta su abertura.
Él entró. Siguió la ruta de los gemidos, del olor de los jugos, que aquel cuerpo se provocaba. Ella lo vio por el espejo y no se detuvo. Él se quitó la ropa, y la esperó desde el silencio. Quería verla moverse entre las sombras, sumergida en las aguas de sí misma, arañándose placeres. Ella gritó. Gritó porque sabía que él estaba, sabía que la calma llegaría.
Él la sacó del agua, la cubrió con la toalla y comenzó a secarla lentamente, a restregar sus orillas, posó la boca entre los pechos, secó los pezones otra vez en punta, los mordió hasta dejarlos ardiendo, llenó de saliva el ombligo. Los dedos envueltos en la felpa recorrieron el interior de las nalgas. Jadeaba. Ardía. Ardió más cuando la tela de arriba abajo, como un grueso cordón, entró en los labios, sedientos.
Ella se agachó hasta su miembro y comenzó a pellizcarlo suave, después comenzó a succionarlo, cada vez más fuerte. Él mantenía los dedos en un cálido paseo. Después la sacó de su glande, la giró y la puso contra el borde de la bañera en cuatro patas. La luna nueva chorreaba. Él puso la boca en ella y lamió, lamió la acritud de las entrañas. Ella gemía aferrada al borde del mar verde, se abría a cada paso de la lengua, y con cada chasquido de los labios quedaba un poco más vacía.
Él entró, entró con su bastón hasta la médula, a la boca principal de los naufragios. Navegó por las rutas carnosas y limpias de la mujer, despuntó cráteres, exploró. Entró y salió de ella, que se abría y cerraba.
Entregó su agua.

FLUIDOS

Me senté en el sillón, él se sentó a mi lado y tomó mi mano. Todas las palabras que siempre salían de mi boca se declararon en huelga, quedaron en el espacio interno y pequeño de la glotis, me dolía la garganta, la saliva pasaba apenas por ese mínimo rincón, tragaba lento. Miré para otro lado, y encontré una estantería llena de libros, me levanté y fui hasta la ventana: pude ver el mar, inmóvil y distante. La luz inundaba la casa, caminaba sobre mí, sobre el afiche de Renoir, los discos, las fotografías antiguas. Las paredes eran blancas, demasiado. Todo estaba en su lugar.
Él se acercó por detrás, me tomó de la cintura y me abrazó con fuerza contra su cuerpo; mientras abrigaba mis pechos, entró en mi blusa, separó los pezones del sostén y comenzó a desgastarlos con sus dedos. Mis ojos seguían posados en la calma del mar, una quietud que ocultaba bajo la piel la naturaleza turbia y sagrada de las aguas azules.
Apoyó su pelvis contra mis nalgas y restregó con fuerza su bragueta, dura. Acoplé los movimientos con el miembro que jugaba a entrar, impedido por la tela de mi ropa. Sonreí. No podía creer que aquel hombre estuviera deslizándose sobre mi espalda, resoplándome en la nuca, llenando de saliva mis oídos. No podía moverme, había rodeado con sus brazos mi pecho y apretaba mi diafragma, la boca del estómago (apenas podía respirar) el corazón saltaba entre sus manos. Hice un esfuerzo para evitar que las rodillas me temblaran, y volví a mirar por la ventana: el agua estaba clara y tranquila, pero yo sabía que era turbia y sagrada, devoradora hasta la muerte.
Me giró y quedamos de frente. Tenía los ojos grises, la boca ancha y carnosa, los dientes grandes, los pómulos manchados por el tiempo. Alisó mi pelo muchas veces, acarició mi barbilla, peinó mis cejas, midió el largo de las pestañas con los pulgares, recorrió mi perfil. Enredó los dedos en el bajo fondo de la cabellera, y tironeó desde la frente hasta la nuca, varias veces, con mucha fuerza. Se entretuvo en el ejercicio, como si quisiera saber cuál era el límite y si podía traspasarlo. Besó los lóbulos de las orejas, insertó la lengua en mis oídos. El mar entró por los laterales de mi cara, intermitente.
Me acostó en el sillón, desabrochó mi blusa y de rodillas en el suelo, chupó los pechos ahora libres, erectos por los mordiscos intensos, alternados. Comencé a escuchar los gemidos pequeños que salían de mi boca, ansiosa de que él la dejara exhausta, extinguida.
Nuestras figuras en la penumbra brillaban. El sol penetraba en la sal del agua oscura, espesa en mi entrepierna. Una ola de espuma crecía en mi abdomen y descendía imperceptible desde el sexo hasta la ropa.
Me incorporó. Puso los dedos en mis labios y los chupé, uno a uno entraban y salían de mi boca aceitada. Desabroché los botones de su camisa, despacio, paseé la lengua por el pecho, las tetillas, el cuello, él sacaba de mi cuerpo los restos de ropa que quedaban, mientras yo le quitaba el cinturón y le bajaba el cierre. Descendí desde la boca en línea recta hasta su falo, ahora en mis manos. Masajeé, primero con la punta de los dedos, hasta sentirlos mojados, después lo puse en mi boca, deseosa de espuma. Coloqué mi paladar sobre el extremo del miembro e hice presión sobre él, entré y salí, raspé su carne con los dientes. Pude sentir el mar que venía hacia mí, y lo solté. Puso sus manos en mi pubis, acarició las hebras con cuidado, las separó, introdujo el anular entre los labios y restregó el clítoris hasta hacerlo gemir. Después me sentó en el borde de la mesa, separó mis piernas y comenzó a beberse los fluidos, a golpear con su lengua en la parte baja de la vulva. Lo jalé de las orejas hacia mí y nos besamos con intensidad. Rodeé su cintura con mis piernas hasta unir los talones, su dureza rozó la puerta de mi caverna, jugó en forma circular sobre ella y se detuvo. Se detuvo para girarme. Separó las nalgas, después se empapó los dedos en la vagina y fue metiéndolos poco a poco en ellas hasta mojarlas por completo. Subió mis ancas unos centímetros y se introdujo en la vulva por detrás. Mis pechos hicieron contacto con la madera de la mesa, se adherían a la superficie con cada embate de su miembro. Por la ventana se veía el cielo negro unido al mar de la noche. Comenzó a llover. Una lluvia fina y espesa caía sobre el agua, formaba olas, agitada por el viento. Él resoplaba en mi nuca. Volvimos a enfrentarnos, a entrelazar las bocas y los dedos, los ombligos. Mi espalda se deslizó sobre la tabla, se tensó como un arco. Él disparó su flecha. El agua se desprendió por la abertura de la casa, salada y dulce, de río primero, después de océano. Implacable y certera entró en la gruta y se unió a mi espuma. Descansamos uno sobre el otro, los brazos extendidos, en cruz, conjuntas las axilas.
Desperté en la madrugada con la desnudez rodeada por brazos y piernas. Solté las amarras con sigilo amparada en la profundidad del sueño y me vestí. Cerré la puerta con cuidado y me oculté en la oscuridad de la noche.
Aún llovía sobre el mar.


HOMBRE BUSCA MUJER IDIOTA

Hombre busca: mujer intelectualmente inteligente, afectivamente idiota. Si tiene algunas curvas, y algo de carne, mejor. Preferentemente buenísima en la cama (no excluyente) A la vuelta de la esquina, con su lupa minuciosa percibe a la presa. La mira. La encanta. Ella duda, consulta. Se pone nerviosa. Siente la transpiración en la nuca. La pelvis húmeda. Habla horas y horas por teléfono con sus amigas, con su terapeuta, con el almacenero. Adelgaza. Los demás perciben que algo le pasa y le preguntan. Ella se siente una diva. Ella cae. Sigue la música del flautista, el aroma de las endorfinas en el aire la atrapa en la telaraña del amor y las mentiras. Ella es como a él le gustan- dice- físicamente, la halaga, le hace cariños. También le dice que no quiere lastimarla. Ella delira de placer. Es él, es él, le dice al viento. Es él que finalmente llega, que ha llegado. Es el mesías de los hombres. Un ser perfecto. Un hombre. No un cobarde más. Entonces salen. Se ven. Se besan. Él no quiere acostarse enseguida. Ella piensa que esto es raro, pero entiende sus razones, las respeta. Lo toma como parte de su gran espíritu, de sus valores. No es uno más. Es él, es él, es él, sigue gritándole al viento. Se sienta por las noches y aúlla a la luna llena. Es loba. Y corre a sus brazos. Se entrega. Lo tiene. Él se da cuenta que ella además es una mujer independiente, implícitamente madre, porque cobija a todos. Y a él no sólo lo cuida, sino que lo sostiene, lo escucha, lo seduce. Ella le hace el amor como ninguna. Y también se atrapa. Sin intención. Queda prendido en su propia trampa. Trata de liberarse y le dice que ya está, que ya no puede seguir con ella. No puede devolverle lo que le ha sido dado. Se retira. Busca otra víctima posible, publica nuevos avisos en carteleras cercanas. Ella queda sola, desnuda, esperando que regrese. Y vuelve. Y se va. Y se va. Se va finalmente con otra. Entonces, ella llora de dolor, en la noche sin estrellas. En la soledad de la almohada. En las fiestas navideñas, o cuando es la única. El mundo está hecho para que las mujeres no anden solas. Ella ha nadado contra la corriente muchas veces. Se ha empeñado y empañado las axilas y el alma millones de minutos de su vida. Pero el fuego de la espada del hombre la hace idiota. La pone vulnerable frente a lo que sea. No hay olvido ni perdón para los cobardes. No hay bilis posible de expulsar. Luego el dolor. Las lágrimas. Constatar que se fue, como algo pasajero, aunque haya durado años. El tiempo, le muestra las arrugas de la cara, y de los pechos. Ella llora. El tiempo -le dicen- cura las heridas, pero no es cierto. Se cierran, pero sangran. Quedan marcas, como las de los guerreros que vuelven de encarnizadas batallas de anhelos impedidos. Gráciles mutilados. Que sienten el miembro aunque no esté. Entonces, ella le grita a la luna, no es él, no es él. No era él. No era.