ERÓTICOS y AFINES


En este blog encontrarán una guarida, que es mía, y de todos. Un lugar donde se refugian la escritura -particularmente la erótica- y aquellas palabras que resurgen, resuenan, y se encadenan hacia otros rumbos.

“Un escritor tiene que saber mentir”

Emilio Rodrigué

22 de noviembre de 2011

ABRIGO PARA LLUVIA



Quiero desnudarme de amor
quiero darte más sin pensar nada.
Necesito salir a tomar aire nuevo.
[...]El pasado hablará y
me contará lo que no entiendo.
(R. Rada)

En la ventana, había mariposas. En la puerta un diván para recostarse. A penas, las cosas se acomodan. A penas, las propias penas se despiden. Nada más. Y la nada es un dolor particular, único, y muchas veces repetible. Estas cosas, y otras, pensaba ella frente al espejo, una tarde cualquiera de primavera. Mientras se desnudaba para entrar a la ducha. Mientras se observaba las caderas ensanchadas, y se comparaba con las mujeres tapa de revistas.
Recién se levantaba de la siesta. El calor la había abrazado en la cama. Decidió lavarse el pelo. Dejó caer el agua primero sobre su espalda. Después sobre el cabello. La lluvia penetró en sus pintadas canas. Con fuerza se enjabonó y enjuagó. Después llenó la esponja e hizo espuma para pasársela por la pelvis con vigor. Separó las piernas y sintió un leve cosquilleo. Trató de no darle importancia. Pero no pudo. Volvió a pasar su mano otra vez con el guante jabonoso y no pudo resistirse. Entonces desenroscó cuidadosamente la regadera, y bajó la manguera hasta la entrepierna. El agua salía con más fuerza. Puso el dedo sobre el orificio para que la presión aumentara. Se puso en cuclillas. Los pies bien afirmados en las baldosas. Con la otra mano, se abrió la vulva. Dirigió el chorro furibundo hacia el interior de su cavidad. Sintió el calor del agua tibia. Dosificó la temperatura. Con leves movimientos sus caderas comenzaron bailar. Ella redireccionó el agua, y sostuvo los jadeos que empezaban a subirle hasta el pecho. La garganta comenzó a secarse. Se afirmó de la pared y apoyó la frente con los ojos cerrados. Sus pies temblaban aferrados al piso. El jadeo se convirtió en algo más fuerte, más grande. Su garganta comenzó a emitir un sonido que ya no podía reconocer. Se volvió único. Mantra que salió de las entrañas cósmicas de la humanidad. Sin pausa. Por lo que creyó fueron minutos de eterna comunión.
Salió de la ducha todavía sosteniendo su cabeza dolorida. Mareada se afirmó del lavatorio para no caerse. Como pudo, se secó. Volvió a mirarse en el espejo. Era otra. Su cuerpo seguía siendo el mismo. Pero ella había cambiado. Los ojos tenían un color más oscuro. Profundos. Cualquiera podría haber visto en ellos los secretos. Todos. Todos los miedos. El amor todo. La soledad toda. El dolor completo como una película sin cortes. Un suceso de imágenes. Un laberinto que ni ella misma había conocido hasta esa intensidad gutural de hacía unos minutos.
Entonces sonó el timbre. Alguien venía. Podría ser cualquiera. Porque cualquiera sabía que ella siempre estaba. Sola. Disponible. Y era cierto.
En esa soledad un hombre tocaba a su puerta y entonces ella abría. Ella se había puesto una gabardina negra sobre el cuerpo semidesnudo, y recién perfumado. Se había calzado unas sandalias plateadas con tacos exageradamente altos. Bajaba la escalera de mármol blanco con el andar que le daba el sentirse bella. O al menos atractiva. O excitada por la posible cara de aquel que estaba del otro lado de la puerta. Se sintió con gracia. Movía sus caderas anchas con la pulcritud de una mujer mundana.
Él entró y la saludó con un gran beso. Ella comenzó a ascender hacia la planta alta. Contoneando sus muslos y dejando entrever la desnudez. Él la seguía. Miraba sus nalgas. Las piernas cubiertas por medias negras. La seguía, pensando qué pasaría. Pensando qué harían. Excitado.
Ella bajó muy lentamente sus caderas, casi tocando el piso. Y subió tocándose la pelvis. Luego, comenzó a acariciar los botones de la chaqueta. Uno por uno. Desabrochó el inferior. El del medio. El superior. Él pudo ver parte de sus pechos que sobresalían entre la tela brillosa. También pudo ver parte de su pubis. Todavía en el descanso de la escalera, él ya estaba agotado. Quería tomarla. Pero ella dijo no. No aún. Sólo despacio. Ella dijo que le quitara la ropa lentamente. Como si cada prenda que sacara fuera una caricia sobre la piel. Áspera caricia sobre sus pezones. Como una cascada sobre sus anchas piernas. Y así fue. Un río comenzó a recorrerle entre las piernas. Él obedeció. La abrazó por detrás, y fue sacando el abrigo con mágica destreza. Ella sintió entonces cómo se le erizaba la piel. Cómo él tenía su miembro sobre sus nalgas. Conteniendo. En espera. Moviéndose sobre sí mismo. En un intento de entrarla. Impedido por la ropa que todavía no había sacado. Pero no podía apurarse. Ahora el juego le gustaba. La sentó sobre el borde de la cama y fue retirando de a una las medias, que se arrollaron al bajar hasta los pies. Ella, le desabrochó la camisa. Le aflojó el cinturón para que se aliviara. Bajó el cierre lentamente, mientras se besaban. Desnuda ya, pasó sus uñas por la espalda de él, y giró hacia delante. Pasó las uñas casi sin tocarlo en sus testículos ya perdidos. Después su falo. Lo tomó. Y siguió así dando breves toques con sus dedos largos. Él gemía. Pedía. Suplicaba. Trataba de responderle. Tocándola sin penetrarla. Ella comenzó a sentir grandes estertores en su pelvis.
Él volvió a insistir. Ella lo dejó. Él la embisitió. Dulce. Fuerte. Ambos juntaron sus ganas. En figuras diferentes se tomaron varias veces. Y varias veces explotaron hasta las lunas del amanecer.
Cuando sonó el despertador, la cama estaba ocupada por el olor de aquel hombre que no conocería.
Un hueco más la acompañó a desayunar. Untó las tostadas con la mermelada de la desazón, y se puso la chaqueta negra rumbo al trabajo.

2 comentarios:

  1. Meencanta ese final, no por sí mismo, más bien por lo inesperado, porque le aporta al relato un toque de dramatismo que lo enaltece.

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