ERÓTICOS y AFINES


En este blog encontrarán una guarida, que es mía, y de todos. Un lugar donde se refugian la escritura -particularmente la erótica- y aquellas palabras que resurgen, resuenan, y se encadenan hacia otros rumbos.

“Un escritor tiene que saber mentir”

Emilio Rodrigué

25 de julio de 2011

FLUIDOS

Me senté en el sillón, él se sentó a mi lado y tomó mi mano. Todas las palabras que siempre salían de mi boca se declararon en huelga, quedaron en el espacio interno y pequeño de la glotis, me dolía la garganta, la saliva pasaba apenas por ese mínimo rincón, tragaba lento. Miré para otro lado, y encontré una estantería llena de libros, me levanté y fui hasta la ventana: pude ver el mar, inmóvil y distante. La luz inundaba la casa, caminaba sobre mí, sobre el afiche de Renoir, los discos, las fotografías antiguas. Las paredes eran blancas, demasiado. Todo estaba en su lugar.
Él se acercó por detrás, me tomó de la cintura y me abrazó con fuerza contra su cuerpo; mientras abrigaba mis pechos, entró en mi blusa, separó los pezones del sostén y comenzó a desgastarlos con sus dedos. Mis ojos seguían posados en la calma del mar, una quietud que ocultaba bajo la piel la naturaleza turbia y sagrada de las aguas azules.
Apoyó su pelvis contra mis nalgas y restregó con fuerza su bragueta, dura. Acoplé los movimientos con el miembro que jugaba a entrar, impedido por la tela de mi ropa. Sonreí. No podía creer que aquel hombre estuviera deslizándose sobre mi espalda, resoplándome en la nuca, llenando de saliva mis oídos. No podía moverme, había rodeado con sus brazos mi pecho y apretaba mi diafragma, la boca del estómago (apenas podía respirar) el corazón saltaba entre sus manos. Hice un esfuerzo para evitar que las rodillas me temblaran, y volví a mirar por la ventana: el agua estaba clara y tranquila, pero yo sabía que era turbia y sagrada, devoradora hasta la muerte.
Me giró y quedamos de frente. Tenía los ojos grises, la boca ancha y carnosa, los dientes grandes, los pómulos manchados por el tiempo. Alisó mi pelo muchas veces, acarició mi barbilla, peinó mis cejas, midió el largo de las pestañas con los pulgares, recorrió mi perfil. Enredó los dedos en el bajo fondo de la cabellera, y tironeó desde la frente hasta la nuca, varias veces, con mucha fuerza. Se entretuvo en el ejercicio, como si quisiera saber cuál era el límite y si podía traspasarlo. Besó los lóbulos de las orejas, insertó la lengua en mis oídos. El mar entró por los laterales de mi cara, intermitente.
Me acostó en el sillón, desabrochó mi blusa y de rodillas en el suelo, chupó los pechos ahora libres, erectos por los mordiscos intensos, alternados. Comencé a escuchar los gemidos pequeños que salían de mi boca, ansiosa de que él la dejara exhausta, extinguida.
Nuestras figuras en la penumbra brillaban. El sol penetraba en la sal del agua oscura, espesa en mi entrepierna. Una ola de espuma crecía en mi abdomen y descendía imperceptible desde el sexo hasta la ropa.
Me incorporó. Puso los dedos en mis labios y los chupé, uno a uno entraban y salían de mi boca aceitada. Desabroché los botones de su camisa, despacio, paseé la lengua por el pecho, las tetillas, el cuello, él sacaba de mi cuerpo los restos de ropa que quedaban, mientras yo le quitaba el cinturón y le bajaba el cierre. Descendí desde la boca en línea recta hasta su falo, ahora en mis manos. Masajeé, primero con la punta de los dedos, hasta sentirlos mojados, después lo puse en mi boca, deseosa de espuma. Coloqué mi paladar sobre el extremo del miembro e hice presión sobre él, entré y salí, raspé su carne con los dientes. Pude sentir el mar que venía hacia mí, y lo solté. Puso sus manos en mi pubis, acarició las hebras con cuidado, las separó, introdujo el anular entre los labios y restregó el clítoris hasta hacerlo gemir. Después me sentó en el borde de la mesa, separó mis piernas y comenzó a beberse los fluidos, a golpear con su lengua en la parte baja de la vulva. Lo jalé de las orejas hacia mí y nos besamos con intensidad. Rodeé su cintura con mis piernas hasta unir los talones, su dureza rozó la puerta de mi caverna, jugó en forma circular sobre ella y se detuvo. Se detuvo para girarme. Separó las nalgas, después se empapó los dedos en la vagina y fue metiéndolos poco a poco en ellas hasta mojarlas por completo. Subió mis ancas unos centímetros y se introdujo en la vulva por detrás. Mis pechos hicieron contacto con la madera de la mesa, se adherían a la superficie con cada embate de su miembro. Por la ventana se veía el cielo negro unido al mar de la noche. Comenzó a llover. Una lluvia fina y espesa caía sobre el agua, formaba olas, agitada por el viento. Él resoplaba en mi nuca. Volvimos a enfrentarnos, a entrelazar las bocas y los dedos, los ombligos. Mi espalda se deslizó sobre la tabla, se tensó como un arco. Él disparó su flecha. El agua se desprendió por la abertura de la casa, salada y dulce, de río primero, después de océano. Implacable y certera entró en la gruta y se unió a mi espuma. Descansamos uno sobre el otro, los brazos extendidos, en cruz, conjuntas las axilas.
Desperté en la madrugada con la desnudez rodeada por brazos y piernas. Solté las amarras con sigilo amparada en la profundidad del sueño y me vestí. Cerré la puerta con cuidado y me oculté en la oscuridad de la noche.
Aún llovía sobre el mar.


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