ERÓTICOS y AFINES


En este blog encontrarán una guarida, que es mía, y de todos. Un lugar donde se refugian la escritura -particularmente la erótica- y aquellas palabras que resurgen, resuenan, y se encadenan hacia otros rumbos.

“Un escritor tiene que saber mentir”

Emilio Rodrigué

25 de julio de 2011

LA MUJER, LA OTRA

...y me envenenan los besos que voy dando...”J. Sabina 
  Él llegaba cuando podía. Ella lo llamaba dos veces y cortaba. Él respondía, también si podía. Tiempos. Siempre cortos. Algunas veces más largos. Ella, lo esperaba mirando tras la ventana. Porque los diez minutos de voy en camino se multiplicaban por tres, como una regla perfecta. Ella, lo esperaba vestida, pronta, ansiosa. Con su gabardina negra, o con un chal que le cubría el cuerpo. Entonces él entraba a la casa vacía, se sentaba a la mesa, y comía algo. Apurado. Ella acompañaba sus bocados, con las botas negras de taco alto. Acompañaba los ojos color agua con las medias caladas, sostenidas con portaligas, sin bombacha, con el vestido transparente, que él después descubriría en el dormitorio. O en la cocina cuando ella se desabrochara el tapado lentamente. Conversaban sobre ella: la otra, su mujer. Ella, la mujer, su amante. Él con ella su mujer, y con Ella su amante. Con su alianza de oro, y su mandato de Dios. Ella con aquella vida anterior, sin máscaras, con humo de cannabis. Él hablaba del trabajo, de quiénes eran, cómo y cuándo. Y dónde. Y que a ella su mujer, no la dejó, ni dejaría porque estaba mal, porque no entendía, aunque estaba enamorada de otro. Aunque durmieran de espaldas en la misma cama. Sin sexo, sin amor, sin nada. Después de intoxicarla con palabras, Ella su amante, lo atendía. Entendía. Enojaba. Cuestionaba. Él no tenía respuestas. La tocaba. Pasaba su mano entre sus piernas sin ropa. Ella, iba quitándose el abrigo para dejar ver sus pechos debajo de la negra gasa transparente. Él la tomaba. Por la cintura. La tiraba sobre la cama. Jugaba con sus manos en la vereda de sus labios. Después más adentro. No dejaba que se quitara las botas mientras se movía sobre su cuerpo. Juntaban las respiraciones. Agitados. Después el reposo del guerrero. La calma y las palabras. El entresueño que lo acaparaba. Y lo vencía. Ella la mujer, lo miraba dormir y acercaba su alma desnuda sobre el pecho de aquel hombre, de a ratos. Lloraba. Esperaba que al despertar, saldría corriendo a cumplir su papel, su mascarada, con ella, la otra. Que un día cual calabaza, se convirtió sólo en la esposa. Más enferma. Más débil. Más frágil. Ella, su amante, se convirtió en mujer, sin serlo. Entre cuatro paredes. En el cuarto. En la mesa. En almuerzos o desayunos compartidos. En llamados clandestinos en los que el hombre contaba y confiaba sus secretos. Pedía consejo. Soltaba sus frustraciones. Y de tarde, o de noche volvía. Entonces ella seguía esperando, vestida con sandalias plateadas, y un atuendo novedoso cada día. Donde él, ponía en ella las palabras y su cuerpo entrelazado. Donde él era auténtico por unos instantes, para volver a ser otro en la despedida. El dolor, tiene sus ciclos. Para Ella, ahora su mujer, serían diez años. Para ella, su esposa, aquella vida sin huecos, fue asfixiada por el hombre y llevada a los brazos de la muerte. Ellos, aquellos que habían llegado alguna vez a la vida de Ella -una vez su mujer, amante- en cualquier minuto, se despedían. Vivos. Muertos. Con heridas. Las manos en la humedad de sus cavidades, por buen tiempo.

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