Quiero desnudarme de amor
quiero darte más sin pensar nada.
Necesito salir a tomar aire nuevo.
[...]El pasado hablará y
me contará lo que no entiendo.
(R. Rada)
En la ventana, había
mariposas. En la puerta un diván para recostarse. A penas, las cosas
se acomodan. A penas, las propias penas se despiden. Nada más. Y la
nada es un dolor particular, único, y muchas veces repetible. Estas
cosas, y otras, pensaba ella frente al espejo, una tarde cualquiera
de primavera. Mientras se desnudaba para entrar a la ducha. Mientras
se observaba las caderas ensanchadas, y se comparaba con las mujeres
tapa de revistas.
Recién se levantaba
de la siesta. El calor la había abrazado en la cama. Decidió
lavarse el pelo. Dejó caer el agua primero sobre su espalda. Después
sobre el cabello. La lluvia penetró en sus pintadas canas. Con
fuerza se enjabonó y enjuagó. Después llenó la esponja e hizo
espuma para pasársela por la pelvis con vigor. Separó las piernas y
sintió un leve cosquilleo. Trató de no darle importancia. Pero no
pudo. Volvió a pasar su mano otra vez con el guante jabonoso y no
pudo resistirse. Entonces desenroscó cuidadosamente la regadera, y
bajó la manguera hasta la entrepierna. El agua salía con más
fuerza. Puso el dedo sobre el orificio para que la presión
aumentara. Se puso en cuclillas. Los pies bien afirmados en las
baldosas. Con la otra mano, se abrió la vulva. Dirigió el chorro
furibundo hacia el interior de su cavidad. Sintió el calor del agua
tibia. Dosificó la temperatura. Con leves movimientos sus caderas
comenzaron bailar. Ella redireccionó el agua, y sostuvo los jadeos
que empezaban a subirle hasta el pecho. La garganta comenzó a
secarse. Se afirmó de la pared y apoyó la frente con los ojos
cerrados. Sus pies temblaban aferrados al piso. El jadeo se convirtió
en algo más fuerte, más grande. Su garganta comenzó a emitir un
sonido que ya no podía reconocer. Se volvió único. Mantra que
salió de las entrañas cósmicas de la humanidad. Sin pausa. Por lo
que creyó fueron minutos de eterna comunión.
Salió de la ducha
todavía sosteniendo su cabeza dolorida. Mareada se afirmó del
lavatorio para no caerse. Como pudo, se secó. Volvió a mirarse en
el espejo. Era otra. Su cuerpo seguía siendo el mismo. Pero ella
había cambiado. Los ojos tenían un color más oscuro. Profundos.
Cualquiera podría haber visto en ellos los secretos. Todos. Todos
los miedos. El amor todo. La soledad toda. El dolor completo como una
película sin cortes. Un suceso de imágenes. Un laberinto que ni
ella misma había conocido hasta esa intensidad gutural de hacía
unos minutos.
Entonces sonó el
timbre. Alguien venía. Podría ser cualquiera. Porque cualquiera
sabía que ella siempre estaba. Sola. Disponible. Y era cierto.
En esa soledad un
hombre tocaba a su puerta y entonces ella abría. Ella se había
puesto una gabardina negra sobre el cuerpo semidesnudo, y recién
perfumado. Se había calzado unas sandalias plateadas con tacos
exageradamente altos. Bajaba la escalera de mármol blanco con el
andar que le daba el sentirse bella. O al menos atractiva. O excitada
por la posible cara de aquel que estaba del otro lado de la puerta.
Se sintió con gracia. Movía sus caderas anchas con la pulcritud de
una mujer mundana.
Él entró y la
saludó con un gran beso. Ella comenzó a ascender hacia la planta
alta. Contoneando sus muslos y dejando entrever la desnudez. Él la
seguía. Miraba sus nalgas. Las piernas cubiertas por medias negras.
La seguía, pensando qué pasaría. Pensando qué harían. Excitado.
Ella bajó muy
lentamente sus caderas, casi tocando el piso. Y subió tocándose la
pelvis. Luego, comenzó a acariciar los botones de la chaqueta. Uno
por uno. Desabrochó el inferior. El del medio. El superior. Él pudo
ver parte de sus pechos que sobresalían entre la tela brillosa.
También pudo ver parte de su pubis. Todavía en el descanso de la
escalera, él ya estaba agotado. Quería tomarla. Pero ella dijo no.
No aún. Sólo despacio. Ella dijo que le quitara la ropa lentamente.
Como si cada prenda que sacara fuera una caricia sobre la piel.
Áspera caricia sobre sus pezones. Como una cascada sobre sus anchas
piernas. Y así fue. Un río comenzó a recorrerle entre las piernas.
Él obedeció. La abrazó por detrás, y fue sacando el abrigo con
mágica destreza. Ella sintió entonces cómo se le erizaba la piel.
Cómo él tenía su miembro sobre sus nalgas. Conteniendo. En espera.
Moviéndose sobre sí mismo. En un intento de entrarla. Impedido por
la ropa que todavía no había sacado. Pero no podía apurarse. Ahora
el juego le gustaba. La sentó sobre el borde de la cama y fue
retirando de a una las medias, que se arrollaron al bajar hasta los
pies. Ella, le desabrochó la camisa. Le aflojó el cinturón para
que se aliviara. Bajó el cierre lentamente, mientras se besaban.
Desnuda ya, pasó sus uñas por la espalda de él, y giró hacia
delante. Pasó las uñas casi sin tocarlo en sus testículos ya
perdidos. Después su falo. Lo tomó. Y siguió así dando breves
toques con sus dedos largos. Él gemía. Pedía. Suplicaba. Trataba
de responderle. Tocándola sin penetrarla. Ella comenzó a sentir
grandes estertores en su pelvis.
Él volvió a
insistir. Ella lo dejó. Él la embisitió. Dulce. Fuerte. Ambos
juntaron sus ganas. En figuras diferentes se tomaron varias veces. Y
varias veces explotaron hasta las lunas del amanecer.
Cuando sonó el
despertador, la cama estaba ocupada por el olor de aquel hombre que
no conocería.
Un hueco más la
acompañó a desayunar. Untó las tostadas con la mermelada de la
desazón, y se puso la chaqueta negra rumbo al trabajo.